martes, 1 de diciembre de 2009

74.27.11.09


- ¡Ah! Esta es King’s Cross Station? Me dijo, mientras leía un antiguo anuncio con las estaciones de destino de ese andén. – No, esta es Baker Street Station. Le respondí, y luego agregué el dato trivia, al puro estilo y gusto de mi interlocutor. – Esta es una de las estaciones más antiguas de Londres y del mundo, este trayecto ya funcionaba a mediados del siglo 19. En efecto, ahí recogí a mi amigo. En la estación donde llegan los buses de acercamiento desde el aeropuerto de Stansted. La agenda de actividades y los temas en tabla eran muchísimos, por lo que no sabíamos por donde partir. Así, después de un momento de ese silencio totipotencial, y mirando sin mirar ese túnel de ladrillo, como sólo un amigo sabe, quizás no desde el conocimiento, sino desde otro lugar menos manoseado, me dice: - Estuve leyendo un libro de Nietzsche y hay una cita que, según yo, te refleja tal cual. Dice así: “Poets treat their experiences shamelessly: they exploit them” (algo así como “los poetas tratan sus experiencias sin vergüenza: ellos las explotan” o quizás ellas a ellos, esto último es mío). Así empezó ese viaje, esta vez en mi casa, Londres. Así son estos viajes cuando algo sobrenatural establece un lazo entre dos personas y éstos, sólo fieles a la naturaleza, deciden ser amigos.


Ya en tierra derecha para cumplir los tres meses en esta ISLA empiezo a extrañar cosas de mi otrora entorno cotidiano. Algunas insignificantes, como los basureros en las calles. Aquí debe haber una proporción de 1 por 20 que es posible encontrar en Santiago. Y no es que me gusten los basureros pero es que no puedo botar siquiera un boleto a la calle, hay una fuerza magnética que me lo impide, quizás la memoria de un dedo pedagógico de mi madre o de la tía Teresa, mi profesora de primer grado, o el “león” escudo de la municipalidad de Santiago, que según un spot muy apropiado a los tiempos de mi Chile en dictadura, se te aparecía en una posición amenazante si botabas un papel a la calle (y quién sabe qué podía suceder después, de hecho, aún no se sabe todo). Así que permanentemente me veo en la necesidad de guardar algunos residuos para botarlos en alguno de mis tres basureros de la casa: reciclaje, orgánico o basura.


Pero hay cosas importantes que extraño mucho. Echo de menos esas cenas en casa de Georgi, con Carito ayudando, haciendo su clásico queso crema relleno de palta (aguacate) y una lluvia de sésamo. Maurito contándonos algo interesante, a veces Pilinklin con su entusiasmo, y siempre Jorgita haciéndose el molestoso y preparando un rico pisco souer. Extraño esas noches de declaraciones, juegos y risas. También echo de menos esas conversaciones, a veces sólo para ni-más-ni-menos sentirnos acompañados sobre algo que nos estaba sucediendo. Con cada uno, un rito respectivo como antesala. Un café con Maurito, en Providencia o también en su casa, a veces se le agregaba algo más para darle otro prisma a la conversación. Con Georgi, previo a esas ricas cenas, en ocasiones me citaba antes que al resto para así ponernos al día, en otras, se escapaba de su pega, algo no tan difícil y extraño para ella, y nos tomábamos un cafecito por ahí. Con Teteye, en su casa, en su consulta, en el negocio de la esquina, en cualquier lugar, ella, como con un manto mágico era capaz de desplegarlo sobre ese espacio, abrirme el corazón y extraerme el zumo. Sandra y su cocina maravillosa ¿Cómo no hablar en confianza después de esos cariños materializados en deliciosos bocados, especias y vino tinto? También recuerdo esas escapadas de día sábado a almorzar con mi admirada Gaby III en algún restaurant chino de Ñuñoa. Ella con esa sabiduría salomónica siempre proveyó un espacio no físico para hacer confluir todo lo que estos cuerpos semi inmortales y sin filtro habían acumulado. Y mi amigo, hermano y compadre Marcelo, quién mejor que él sabe escuchar y comprender, sí lo hace desde que teníamos 6. Alguna vez le escribí (dije) que siempre sentíamos lo mismo y, aunque fuera a la distancia, nos sintonizábamos de tal modo porque compartíamos la misma piel. Toda la complicidad con Xime, yo en mujer, desde la devoción por Fito Páez y Pedro Aznar, pasando por la guitarra y el canto, hasta saber de antemano cada pormenor de amores y desamores. Mis amigas Mirtha, Eloísa y Emilia, que con Pascualita componen esa exquisita Casa de Bernarda Alba que tantas veces me acogió. Marion y esos extraviados cafés de media tarde. Leti, Kathy y Pía, mis amigas de mi ex trabajo, con quiénes, juntos, separados o revueltos, también disfrutábamos de cuanta celebración se organizara, y si no, las inventábamos. El Benja con su movimiento de traslación, a veces cerca y otras lejos. Arturo, mi compañero de trinchera en la escritura. Carmen F y su cocina ecuatoriana. Los ex Lyners, Gonzalo y Quezo (algún día escribiré sobre esa fabulosa agrupación) más Eduardo (una suerte de alter ego, también desde los 6). Cristina R desde la distancia. Y la multipersonalidad de Clara, que en cualquiera de ellas me satisface mis necesidades más etéreas. Mis amistades incipientes: Andreíta del puerto, Moca, Paula, Lili, Úrsula, la poeta Rosicler, Marcelo Br, Pablo y Leyla, Jorge y Carmen. También Biodanza, Mandiro y mi amada maestra Menousis. Y algunas amistades en pause: Igor, Hernán R, Jorge B. Bueno, y mi amor mágico, soñado, de alas y vuelo compartido a través de montañas a puertos e islas.


De cada uno de ellos y ellas extraño la posibilidad de sentarme al frente y que antes de empezar a hablar siquiera ya sepan que estoy sintiendo, por qué digo lo que digo y por qué lo digo de esa manera. Después de esta cascada, de este lanzamiento en benji, de este rafting por el Petrohué, que han sido estos tres meses en Londres, daría todo este Reino Unido por una de esas conversaciones, una sola, cualquiera me haría feliz.


Pero aquí se empiezan a trazar otros caminos. Comienzan a bosquejarse nuevas historias, nuevos astroviajes. Hasta ahora he hablado bastante, aunque nunca será suficiente, de lo que se está consolidando con Carmen y construyendo con Max, a su debido ritmo, como todo buen cocimiento. Hace algunas semanas atrás fuimos los tres a un Sunday Roast en un barrio muy posh (elegante) bastante cerca de mi casa y de ahí a uno de los parques más lindos que he conocido en Londres, el Hampstead Heath. Un parque, que al contrario del Hyde Park y los Kensington Gardens, todo está muy al natural, salvajemente dispuesto. Se encuentra en unas colinas por lo que es posible tener una privilegiada vista de Londres, además tiene unas ponds (lagunitas) con aves silvestres y unos árboles añosos que ya empezaban a mostrar sus canas otoñales. Fue un paseo muy familiar, de día domingo. Por su parte, con Carmen todo el tiempo surge, desde esa esquina que sólo son capaces de construir los amigos, un mensaje para juntarse a un café, o improvisar un almuerzo a cualquier hora. Siempre habrá un lugar nuevo que conocer, o una comida exótica que probar, y que sea el escenario perfecto para una conversación necesaria. Muchas veces no resulta. Ambos tenemos agendas completas. Carmen está escribiendo su tesis doctoral y tiene esos días negros que sólo los doctorantes parecen conocer, y yo también tengo de los míos, pero es justo ahí, cuando como por efecto de un chasquido de dedos, nos reunimos en esa esquina, en este caso la de la librería Waterstone’s.


Por otro lado, esa chilena becaria, Alejandra, ha resultado ser una gran partner. Desde ese primer día de spaghetti y vino tinto se vio que podríamos compartir parte de este mismo camino. Y desde ese día no hemos parado. Se nos suma frecuentemente Paula o Gaby, a veces algún compañero de su Masters. Juntos nos hemos hecho habitué del Southbank Centre, un gigantesco complejo de salas de distintos tamaños y formas, donde es posible ver teatro, escuchar a la Filarmónica de Londres, asistir a conferencias de escritores, etc. Por ejemplo, ahí fuimos al Festival de Jazz de Londres, en particular a un concierto de una banda argentina llamada Astillero que cultivaba un tango del siglo 21, según sus propias palabras. O asistimos a unos conciertos denominados “the night shift”, donde por ser estudiantes, además de tener entradas muy baratas, regalan una cerveza. La primera vez que fuimos estábamos los cuatro: Ale, Paula, Gaby y yo. Llegamos al Queen Elizabeth Hall, retiramos las entradas, fuimos al guardarropía, todo de muy buen nivel pero relajado, y nos ofrecieron pasar a una suerte de sector vip para estudiantes. Sí, increíble, sector delimitado por cordones y hermosas promotoras sólo para estudiantes. Ahí nos ofrecieron una cerveza, la que aceptamos con gusto. Entre la conversa y un grupo de música india esperamos el inicio del concierto, hasta nos paparazzearon con una foto que luego saldría publicada junto con otras en la invitación de la nueva versión del night shift. Y bueno, en Londres una cerveza se hace poco, así que fui por la siguiente ronda. Le pregunté a la chica de esa barra improvisada si podía venderme unas cervezas y ella respondiéndome en tono amable pero también con algo de glamour, me dijo - para que quieres que te las venda si te las puedo regalar. Así fue que nos tomamos tres rondas antes de entrar, y con la cuarta en la mano -ya que aquí se puede tomar en las salas- nos sentamos a escuchar a Haendel. El director, joven, muy cool, en mangas cortas, pero bien vestido, introdujo las obras que escucharíamos. De eso se trataba. Disfrutar esa música, probablemente compuesta bajo esos mismos cielos algunos siglos atrás, con un traguito y la compañía de –en mi caso- nuevas amigas. Hemos ido a un par de conciertos más pero en el Royal Festival Hall, que es una sala monumental del mismo centro, y donde performa la Filarmónica de Londres. Lo último que fui a escuchar fue superlativo, definitivamente. Esta vez estaba Ale con unos amigos de ella, Georgina, una nueva amiga mexicana que conocí a través de Carmen, y yo. Sin embargo, quedamos sentados en distintos lugares porque habíamos comprado los boletos por separado, excepto por Georgina (¿georgi?) y yo, que por una coincidencia inexplicable quedamos sentados exactamente uno al lado del otro. Escuchamos Haydn y un extracto de la ópera “Historia von D. Johann Fausten de Alfred Schnittke. Impresionante. Y por supuesto, siempre después de cada concierto hay algo más. Una caminata por Soho “donde las paradas son las que dejan”, una visita a algún club de música de los ’70 o un kebab. Este último siempre es un buen cierre cuando el carrete (la marcha) se ha extendido más de lo debido y se viene el nunca bien ponderado bajón de hambre.


Como aquel día, que con un grupo de compañeros del Masters de Ale (algo así como arquitectura sustentable), la mayoría griegos, fuimos a Favela Chic, una versión londinense del afamado club parisino, aquí también es muy in y sólo es posible bailar si se sabe hacerlo en un medio metro cuadrado. O como en esa otra ocasión, cuando con Ale y esta vez Carolina, una brasileña pero antes avecindada en Paris, después de tomarnos unos piscos souer en casa de Ale, nos fuimos a Camden Town, a una especie de centro de bares, restaurantes y clubes. Un epicentro llamado Stables. Donde efectivamente en tiempos pretéritos hubo establos. De hecho, el club al que entramos tiene una parte donde lo que fue cada caballeriza ahora es una pequeña pista de baile, con caño incluido (pole, tubo). Cuando entré a ese lugar, antes de llegar a los caños, había una banda tocando un rock muy underground, muy londinense, con no mucha gente pero toda moviéndose -diría hipnotizados- al ritmo melancólico de esas tres guitarras distorsionadas que había en escena. Me imaginé estar en una película de aquellas, como Blow up del maestro Antonioni. En realidad había imaginado muchas veces estar en ese lugar, no sé si en ése, pero sí en algo así como mi propia película rodada en un club de esas características.


Pero también con mis housemates he ido afianzando una amistad, aún embrionaria por cierto. No es fácil, ni siquiera para ellos, desarrollarla en condiciones tan disímiles unos de otros. Ya los voy conociendo mucho más. Por ejemplo, por fin pude dilucidar el origen de Vinay. En realidad no tiene nada de persa. Ese fui yo y mi oído ubicado en la parte distal de mis extremidades inferiores, o sea los pies. Cuando aquella vez que me entrevistó le pregunté de donde era, claro él antes de decirme se excusó por su acento fuerte y yo me armé la película. Él me dijo Prescot (créanme que suena parecido), que es una ciudad muy pequeña entre Manchester y Liverpool. Vinay es tan inglés como un toffee, aunque su familia proviene de Kenya y trabajaron mucho tiempo en India. De hecho para muchos su aspecto es el de un indio. John, el rubio alto, pese a su tamaño y a su actitud, lo siento como un hermano menor. Es el que se pone menos nervioso cuando tiene que repetirme una segunda vez algo que no les he entendido y, junto con Vinay, tienen el sueño de viajar a Sudámerica. Él ha estado trabajando mucho así que este último tiempo lo he visto menos. No así Tony, el tercero, el definitivamente más posh, con costumbres más inglesas y una formación en Cambridge que la lleva grabada en la frente. Él trabaja en algo así como auditorías financieras. Al parecer tiene un buen puesto y constantemente lo llaman ofreciéndole otros trabajos. Sin embargo, no sé cómo lo hace porque al menos un par de días a la semana se queda dormido, se va en la tarde o derechamente no va al trabajo. Él es muy amable, muy compuesto y educado, pero le encanta comer y tomar. Y claramente se le pasa la mano. Es fanático de un pub del barrio que se llama Saint John’s y periódicamente está ahí tomándose unas pint antes y después de la cena. En realidad es bastante bueno para los drinks, como todo buen inglés, ya que en la casa siempre tiene vino francés, champagne, whisky o algún otro licor de mayor graduación. Él se pone muy nervioso al hablar, tiene un acento fuertísimo y siempre está haciendo bromas, sin embargo, más allá de ese comportamiento un tanto masculino e infantil, hay detrás un tipo muy clever, sin lugar a dudas, y muy preocupado por la vida familiar de la casa. De hecho hasta ahora, al menos en cuatro ocasiones ha preparado para todos la cena de los domingos. Como a eso de las seis de la tarde nos llega un mensaje diciéndonos a qué hora va a estar lista la cena. Ese es su estilo. Asimismo, quizás por su forma de vida, es el que más adminículos ha comprado para equipar la casa, especialmente la cocina, algunos increíbles como una pesa de laboratorio que le sirve para medir exactamente las partes de harina que utiliza cada mañana para hacerse los panqueques con arándonos que come de desayuno. Es rapidísimo de mente y, pese a su aspecto aparentemente parco, siempre se preocupa como me va en la Uni (<yuni>, como le dicen). Una vez me vio trabajando hasta tarde en un documento escrito que debía presentar. Claro, él venía llegando tarde y un poco bebido, sin embargo, me ofreció revisar lo que había escrito… lovely, dirían.


Hasta ahora no hemos tenido ningún problema en la casa. Compartimos las cuentas y pese a que no hay ninguna regla, todo está tácito y funcionando de maravillas. Aunque no sé porque razón la leche del refrigerador es un bien público de la casa, el resto de la comida es respetada religiosamente. No obstante, Vinay y principalmente Tony, que son los que más cocinan, usualmente dejan parte de lo que no consumieron en algún pote con un letrero que contiene el nombre del platillo y la frase “help yourself”, o sea, atiéndase. Cada uno de nosotros ha tomado un par de gavetas de la espaciosa cocina de la casa a modo de despensa personal, y el refrigerador es compartido por todos, aunque sin lugares asignados para nadie. Incluso en temas de limpieza no ha habido inconvenientes, aunque debo confesar que puede ser porque derechamente no se realizan, al menos con la periodicidad que debieran. Y aunque hay lavadora de vajilla siempre hay un desfase en el lavado. Ni hablar del baño, que es compartido por los tres Vinay, John y yo (Tony tiene baño en suite); la última vez atiné yo a hacerle un aseo profundo, a propósito que recibía la visita de mi amigo Johny y además teníamos programada una fiesta. Sin darle ningún valor, ni a favor ni en contra, debo constatar que es la primera que limpio un baño.


Hemos salido una sola vez los cuatro. De ahí ha sido difícil coincidir todos. La mayoría de las otras veces, que no han sido tantas tampoco, ha sido John o yo el que no ha estado. Sin embargo, rescato dos salidas muy positivas en términos de estrechar lazos con mis housemates. La primera vez fue una salida a cenar con Vinay y Tony. La idea era no salir del barrio, así que fuimos a un restaurant indio, El Sitara, que tiene la particularidad, bastante especial, por decirlo de algún modo, de ser un Jazz restaurant indio atendido por una mesera de Europa del Este, probablemente polaca. Es una mezcla rara pero “interesante” (nota: interesante en el buen sentido, ya que en esta cultura tan dada a los mensajes entrelíneas, algo interesante puede tanto serlo realmente como ser una manera elegante de decir que es una basura). Comimos bastante bien y bebimos un delicioso vino italiano. Sin embargo, la cosa no llegaba hasta ahí, después venía el bajativo… ¿dónde? En St John’s por supuesto. La última vez había quedado yo con el turno de pagar la ronda, así que invité las cervezas, pensando que hasta ahí sí que llegábamos. No, después vino la segunda, y mientras la terminábamos Tony y Vinay con sus I phone último modelo, buscaban vía GPS cuáles eran los pub con música en vivo más cercanos de donde nos encontrábamos. Así que tras caminar unos 10 minutos llegamos a otro bar, en Kentish town, y ahí Tony invitó una ronda de cortos de Tequila. Había música pero ya cerca de las 11 estaban cerrando el pub, al menos la barra con su típico toque de campana, y que en el fondo representa lo mismo: señores, ¡váyanse! ¿Qué más hacen en esta ciudad en un pub si cierran el bar? Así que después de estirar al máximo la posibilidad de permanecer en ese lugar, caminamos de regreso a casa, con la certeza, al menos yo, que había dado un paso importante en la consolidación de esa necesaria confianza entre pares, que además comparten un techo. Ese fue mi primera aproximación a una “salida” con ingleses en día de semana.


La segunda fue notable. Podría perfectamente haberla relatado como una anécdota de época de colegio o de primeros años de Universidad en el pregrado. Hace algunas semanas atrás se celebró un rito muy importante para UK e incluso para otros países de la Commonwealth. Fue Bonfire night. Se trata de un día en que se celebra el desmantelamiento de una suerte de atentado local que intentó realizar hace varios siglos atrás el célebre Guy Fawkes. Este católico recalcitrante atestó con pólvora el subterráneo de la Casa del Parlamento (Palacio de Westminster) con la intención de incendiarlo. Y aquí, pueblo tristemente marcado por episodios de fuego generalizado en la ciudad, celebran hasta ahora el fracaso de ese atentado. Paradojalmente, lo festejan con fuegos artificiales y con la quema de muñecos alusivos al pobre Guy. Se debe considerar que por las mismas razones antes mencionadas, la legislación respecto del uso de fuegos de artificio es bastante leonina, y disfrutar entonces un show de esas características es muy esperado por todos, especialmente por los niños.


(Nota al margen merece Fawkes, que en lo personal admiro mucho por sus ideas adelantadas para la época y su perseverancia a toda prueba, pese a su fanatismo religioso claro está. Su imagen así y todo es inspiradora para los ingleses; de hecho hubo un comic famoso de Guy Fawkes como antihéroe incomprendido en la que además se basaron para realizar la joyita de película llamada “V for vendetta”).


En este contexto, todos se preparan y se preguntan ¿qué vas a hacer para Bonfire night? Vinay, viendo que yo no tenía panorama, me invitó a ver los fuegos artificiales al Alexandra Palace, que es un importante centro de eventos tales como recitales de música o ferias temáticas. Y como se encuentra en el cerro Muswell hill, provee una muy buena perspectiva para un show pirotécnico. Hasta ahí llegamos, después de tomarse algunas cervezas en un pub que estaba en el camino, acompañados además por Gareth y Debbie, dos amigos entrañables de Vinay, el primero, su compadre en época de pregrado (o undergraduate) de arquitectura en la Universidad de Liverpool. Luego de apreciar el hermoso espectáculo con otra cerveza en la mano, obviamente, había que continuar la marcha. El encantador barrio de Crouch end, cercano a donde estábamos, fue nuestro destino. Alcancé a contar en buenas condiciones al menos cinco pub donde pasábamos a bebernos una cerveza, continuando, sin perder el hilo, la conversación de fondo, todos por igual, incluida Debbie, que a esa altura ya no me parecía la niñita naive (ingenua). Luego, cenamos en un restaurant thai y pedí el platillo más picante de la carta (claramente aleonado por mi estado de intemperancia). Fue en ese momento que decidí sensatamente proceder a la autoinducción del vómito. Es que era insoportable la sensación de embriaguez acompañada del picor esofágico y gástrico con más persistencia que he experimentado en mi vida. Santo remedio (con el perdón de los santos). De ahí todo se aclaró y pude asimilar empíricamente dos lecciones. No sé si será porque antiguamente tomaban cerveza en vez de agua para evitar enfermedades por problemas de higiene, pero estos ingleses toman y resisten muchísimo, hombres y mujeres por parejo. En segundo lugar, Carmen tenía razón. No hay mejor y más efectiva estrategia para garantizar la complicidad de un inglés que emborracharse con ellos. El punto es que debe ser a la par. A mí no me dio, sin embargo, gracias al mencionado procedimiento clínico que me auto-infligí, pude continuar en carrera y acompañarlos al último destino de la noche: una fiesta en casa de unos amigos músicos de Gareth. A todo esto, con este personaje, un “Manchesteriano de libro”, habíamos hecho muy buenas migas. Yo creo que en parte le parecía atractivo mi inglés rudimentario, por lo que todo el tiempo me hacía aportes gramaticales y etimológicos para complejizar mi discurso, y porque además disfrutaba al máximo que le hablara de la cultura sudamericana, especialmente lo referido al –según él- mítico comportamiento “directo” y open mind de las latinas. Todo un fetiche por estas latitudes, que he utilizado impúdicamente en beneficio personal. En la fiesta tuve dos aciertos: tomar la guitarra y, aunque no tuve más público que mis propios acompañantes, dejarlos gratamente impresionados tras interpretar mis 3 a 4 riff y temas “caballito de batalla”; el segundo fue en razón a que, aprovechando un ritmo filo latino, probablemente Santana, logré entusiasmar a dos hermanas eslovacas estupendas, que no sólo bailaron sino que hicieron una performance de aquellas. Fue tal el impacto que causaron, incluso en ellas mismas, que me dieron su número de teléfono para que las invitara en una próxima ocasión que hubiera una fiesta o alguna salida a bailar. Gareth y Debbie a esa altura ya habían abandonado por estado etílico, pero la cara de Vinay, testigo de toda esta operación y de los números escritos de puño y letra por tales beldades en mi libreta de anotaciones, fue mi constatación que no sólo había llegado entero hasta el final de la jornada (aunque ya se sabe que con algo de trampa) sino que yo era una mezcla entre el propio Guy Fawkes, Lorenzo Lamas y Humphrey Bogart. En otras palabras esa noche había logrado mi propósito.


Y llegó el día tan esperado, después de más de dos años, o de casi 5 si se prefiere. El reencuentro con mi querido amigo Johny. Todo este tiempo él ha estado viviendo en Irlanda del Norte y, aunque parece una ironía del destino, ahora que yo llego a UK, él se devuelve a Chile. No obstante, teníamos un par de meses de coincidencia, una mínima posibilidad, y la concretamos. Llegó un día jueves en la noche. Yo, después de asistir a la National Portrait Gallery a una conferencia sobre The Beatles y los lugares donde fueron fotografiados en Londres, lo fui a recoger a la estación de buses que lo traían desde el aeropuerto. Nos fuimos a mi casa, compramos una pizza para llevar (una casera) y una botella de vino tinto francés. No había tiempo que perder para ponerse al día. Dicho y hecho. Después de devorar ese platillo y bebernos la botella de vino, continuaron las cervezas, mientras los temas versaban desde la crisis económica mundial, pasando por la situación política de Chile, hasta un resumen de la experiencia en nuestros estudios aquí, todo evidentemente aderezado con notas al margen, bibliografía sugerida, y las correspondientes anécdotas sabrosillas. Teníamos para mucho tiempo más pero decidimos ir a dormir como a eso de las 4am. Al día siguiente fuimos temprano a la Embajada de Chile por unos trámites. La gente es muy amable, pero es casi una experiencia metafísica como tras entrar por la puerta del edificio que alberga la embajada y el consulado, a pocas cuadras del 10 de Downing Street (la oficina del primer ministro) y del Westminster, entras a Chile. Sólo de muestra un botón. Mientras el funcionario atendía a Johny, yo leía en la sala de espera, había más gente esperando y un grupo de personas hacía ruidosos arreglos, al parecer de calefacción; sin embargo, fue inevitable no reparar en el tono y las formas utilizadas por ese servidor público. El clásico burócrata de manga, visera y pantalón con el cinturón más arriba de la “cintura”. El acabose fue cuando escuché algo así como una transmisión deportiva. Efectivamente, el susodicho al percatarse de la profesión del usuario, no encontró nada mejor que compartir en su PC las –a su juicio- mejores carreras de caballo de la competencia local. Después de esa experiencia religiosa nos fuimos a recorrer Londres. Caminamos mucho pese a la llovizna. Nos fuimos por la ladera sur del Támesis y retomamos la conversación; los temas: parejas, cine y algo de arte, especialmente cuando cerca del Tate nos comimos unos creps como almuerzo. Luego, visitamos la Torre de Londres donde había una exposición especial sobre Enrique VIII y sus armaduras. Tras mucho andar nos regresamos a mi casa, a dormir algo y reponerse. Se nos venía la noche prometedora del viernes. Hicimos un recorrido donde la primera parada fue en Gordon’s wines, una de las tabernas más antiguas de Londres, y tomamos una copa de vino tinto sudafricano; después nos fuimos a The Crypt, ese club de jazz que se encuentra en la cripta (subterráneo) de la Iglesia de St Gilles, ahí cenamos y escuchamos una excelente banda de cool jazz; y por último, ya de vuelta en el centro, un club que no recuerdo su nombre -probablemente no lo tiene- que es un segundo piso (primer piso aquí) de unos departamentos viejos cuya sala la habilitaron con un bar, algunas mesas y un mínimo espacio donde la gente puede bailar. Capacidad: no creo que más de 30, pero siempre hay sobre 50. A esa altura los temas se habían movido entre literatura y los futuros proyectos, por lo que repasamos con estos últimos, algunos pasajes históricos, siempre sensibles pero desde un lugar protegido y ajeno al juicio, que sólo deja provecho y reconciliación. Sí, como no, también hablamos de mujeres, y mucho. Ese día nuevamente nos dormimos tarde. El día sábado siguiente después de un bunch (desayuno más almuerzo) nos fuimos al Museo de Historia Natural, uno de los lugares que mi huésped deseaba visitar y recorrer. Después de ver cuanta piedra y hueso se puede imaginar, nos fuimos a cenar a un buffet indio y de ahí vuelta a casa. Ya que, como este camarada se regresaba a Belfast el domingo relativamente temprano, había que hacer una buena despedida.

Y aquí se produce lo que yo llamo las esquinas. Habíamos programado con mis housemates, tal como se acostumbra aquí, con más de un mes de anticipación, una fiesta de inauguración de la casa. Y Johny, evidentemente coincidió. Cuando llegamos a la casa, mis housemates tenían todo ordenado. Fue increíble ver como hicieron en pocas horas lo que no habían hecho en dos meses. Pusieron la ampolleta que faltaba en el baño, paño de cocina y toalla limpia, jabón líquido en el lavamanos, hasta papel higiénico doble hoja para las chicas. Habían pasado por el Morrison’s, un supermercado muy barato, y habían comprado un cargamento de cervezas y botellas de vino y otras cosas; de comida, solo unas papas fritas y grisines, más humus para untar. Tony, por supuesto, encargó doce botellas de vodka por su cuenta. Daba ternura verlos nerviosos y expectantes de los invitados de cada quien. Ese había sido el trato. Cada uno invitaba a amigos y amigas para hacer un grupo común. Con Johny nos encargamos de la música, supuestamente pondríamos el tan preciado toque latino. Yo invité a Carmen, Max, Ale, Paula, Gaby más otros compañeros de universidad. Italianos y polacos fueron la sensación, aunque no tanto como las famosas eslovacas de la semana anterior. Cuando llegaron se produjo un silencio. Venían con una amiga más, tan linda como las dos hermanas. Como siempre, la cocina era el lugar de encuentro, y mientras le ofrecía vino blanco chileno, Vinay y John se pusieron en fila para presentárselas. Tony estaba en la sala con sus amigos, todos de comportamiento muy adolescente. En cambio los amigos de Vinay, la mayoría ingleses y arquitectos y uno que otro ex housemate, contrapesaron la buena onda de mis invitados. Johny era un anfitrión más. Él siempre encantador, apuesto y un inglés hablado con fuerte acento irlandés, aportaron buena parte del charm de la noche. Y aunque costó que prendiera el baile propiamente tal, lentamente, con la ayuda del influjo alcohólico de la nutrida oferta posible de encontrar en esa cocina – bar, las desinhibiciones fueron dando paso a cada vez más parejas, tríos y grupos bailando. Todo empezó como las 8pm y terminó como las 5am, con los últimos radiotaxis recogiendo a la mayoría de los fieles invitados que se quedaron hasta esa hora haciéndonos compañía y celebrando la nueva casa, esta nueva generación de housemates y agradeciendo lo bueno de la fiesta. Claro, ninguno de ellos, salvo Johny, puede entender como cada uno de estos procesos se va engarzando en mi circunvalada estructura y va generando chispazos de placer. Ese conjunto de placeres que vienen de antes de la fiesta, que se multiplicaron con la visita de mi amigo, que se intensifican con mi nostalgia, que se arremolinan todo el tiempo, más cuando es acompañado de amigos, los de siempre, como esos que extraño tanto o como Johny, y también estos nuevos que vienen llegando como una lluvia de meteoritos a explotar sobre mi atmósfera y dejar en mi cielo brillo y luminosidad (y se me aparece Nietzsche).



Empecé el 27 a escribir y estoy terminando el 1. Ese 27 tan significativo para mí. Un 27 que es un portal que comunica mi pasado y mi presente. Y no casual, sino causalmente, las canciones del Ipod se han confabulado y entre tanta lluvia diaria, ese día me visitó una luna pequeña, incompleta, mostrándome su claridad conmovedora y también esas sombras, el misterio, de esta vida deseada que se me abre casi con desespero. Tengo, como alguna vez me dijera angelito, una sensación de melancolía pero que no es triste, es plácida y desbordante, es una melalegría.


6 comentarios:

  1. Es un verdadero placer leerte...sigue volando, tienes el mundo en tus manos...literalmente.

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  2. RESPIRA AMOR Y EMBRIAGATE DE FELICIDAD!

    ((fui"" valiente"" y lo termine de leer, y como era de suponerse esta increiblemente bello,una vez mas, valiò la pena la largaaaa espera de poder leerte...
    Y.... NUNCA TE OLVIDES QUE EL METEORITO ERES TU!!!

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  3. También es un regalo poder leer esta laaaaarga lectura,lo logré!! igual que muchos ,interesante y bello.

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  4. Éxitos, logros, luz y lunas para el nuevo ciclo que hoy comienzas en ésa isla...me encargaré de traer noticias de aquellas que dejaste.....ésas que tanto amas y que te esperan.

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  5. Hoy dejo "La Isla"...

    Me cobijó de la agitación del mundo cuando busqué paz y el movimiento de una espiga en la ventana me mostró que todo puede continuar al son de su propio ritmo...

    Sentí el eco de tu voz cuando amanecía y cuando la luna azuló la noche...sabes que es difícil describir lo que se mira a través de estos cristales, pero más aún decir lo que uno vió...

    Muchas gracias, muchos besos.

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