martes, 1 de diciembre de 2009

74.27.11.09


- ¡Ah! Esta es King’s Cross Station? Me dijo, mientras leía un antiguo anuncio con las estaciones de destino de ese andén. – No, esta es Baker Street Station. Le respondí, y luego agregué el dato trivia, al puro estilo y gusto de mi interlocutor. – Esta es una de las estaciones más antiguas de Londres y del mundo, este trayecto ya funcionaba a mediados del siglo 19. En efecto, ahí recogí a mi amigo. En la estación donde llegan los buses de acercamiento desde el aeropuerto de Stansted. La agenda de actividades y los temas en tabla eran muchísimos, por lo que no sabíamos por donde partir. Así, después de un momento de ese silencio totipotencial, y mirando sin mirar ese túnel de ladrillo, como sólo un amigo sabe, quizás no desde el conocimiento, sino desde otro lugar menos manoseado, me dice: - Estuve leyendo un libro de Nietzsche y hay una cita que, según yo, te refleja tal cual. Dice así: “Poets treat their experiences shamelessly: they exploit them” (algo así como “los poetas tratan sus experiencias sin vergüenza: ellos las explotan” o quizás ellas a ellos, esto último es mío). Así empezó ese viaje, esta vez en mi casa, Londres. Así son estos viajes cuando algo sobrenatural establece un lazo entre dos personas y éstos, sólo fieles a la naturaleza, deciden ser amigos.


Ya en tierra derecha para cumplir los tres meses en esta ISLA empiezo a extrañar cosas de mi otrora entorno cotidiano. Algunas insignificantes, como los basureros en las calles. Aquí debe haber una proporción de 1 por 20 que es posible encontrar en Santiago. Y no es que me gusten los basureros pero es que no puedo botar siquiera un boleto a la calle, hay una fuerza magnética que me lo impide, quizás la memoria de un dedo pedagógico de mi madre o de la tía Teresa, mi profesora de primer grado, o el “león” escudo de la municipalidad de Santiago, que según un spot muy apropiado a los tiempos de mi Chile en dictadura, se te aparecía en una posición amenazante si botabas un papel a la calle (y quién sabe qué podía suceder después, de hecho, aún no se sabe todo). Así que permanentemente me veo en la necesidad de guardar algunos residuos para botarlos en alguno de mis tres basureros de la casa: reciclaje, orgánico o basura.


Pero hay cosas importantes que extraño mucho. Echo de menos esas cenas en casa de Georgi, con Carito ayudando, haciendo su clásico queso crema relleno de palta (aguacate) y una lluvia de sésamo. Maurito contándonos algo interesante, a veces Pilinklin con su entusiasmo, y siempre Jorgita haciéndose el molestoso y preparando un rico pisco souer. Extraño esas noches de declaraciones, juegos y risas. También echo de menos esas conversaciones, a veces sólo para ni-más-ni-menos sentirnos acompañados sobre algo que nos estaba sucediendo. Con cada uno, un rito respectivo como antesala. Un café con Maurito, en Providencia o también en su casa, a veces se le agregaba algo más para darle otro prisma a la conversación. Con Georgi, previo a esas ricas cenas, en ocasiones me citaba antes que al resto para así ponernos al día, en otras, se escapaba de su pega, algo no tan difícil y extraño para ella, y nos tomábamos un cafecito por ahí. Con Teteye, en su casa, en su consulta, en el negocio de la esquina, en cualquier lugar, ella, como con un manto mágico era capaz de desplegarlo sobre ese espacio, abrirme el corazón y extraerme el zumo. Sandra y su cocina maravillosa ¿Cómo no hablar en confianza después de esos cariños materializados en deliciosos bocados, especias y vino tinto? También recuerdo esas escapadas de día sábado a almorzar con mi admirada Gaby III en algún restaurant chino de Ñuñoa. Ella con esa sabiduría salomónica siempre proveyó un espacio no físico para hacer confluir todo lo que estos cuerpos semi inmortales y sin filtro habían acumulado. Y mi amigo, hermano y compadre Marcelo, quién mejor que él sabe escuchar y comprender, sí lo hace desde que teníamos 6. Alguna vez le escribí (dije) que siempre sentíamos lo mismo y, aunque fuera a la distancia, nos sintonizábamos de tal modo porque compartíamos la misma piel. Toda la complicidad con Xime, yo en mujer, desde la devoción por Fito Páez y Pedro Aznar, pasando por la guitarra y el canto, hasta saber de antemano cada pormenor de amores y desamores. Mis amigas Mirtha, Eloísa y Emilia, que con Pascualita componen esa exquisita Casa de Bernarda Alba que tantas veces me acogió. Marion y esos extraviados cafés de media tarde. Leti, Kathy y Pía, mis amigas de mi ex trabajo, con quiénes, juntos, separados o revueltos, también disfrutábamos de cuanta celebración se organizara, y si no, las inventábamos. El Benja con su movimiento de traslación, a veces cerca y otras lejos. Arturo, mi compañero de trinchera en la escritura. Carmen F y su cocina ecuatoriana. Los ex Lyners, Gonzalo y Quezo (algún día escribiré sobre esa fabulosa agrupación) más Eduardo (una suerte de alter ego, también desde los 6). Cristina R desde la distancia. Y la multipersonalidad de Clara, que en cualquiera de ellas me satisface mis necesidades más etéreas. Mis amistades incipientes: Andreíta del puerto, Moca, Paula, Lili, Úrsula, la poeta Rosicler, Marcelo Br, Pablo y Leyla, Jorge y Carmen. También Biodanza, Mandiro y mi amada maestra Menousis. Y algunas amistades en pause: Igor, Hernán R, Jorge B. Bueno, y mi amor mágico, soñado, de alas y vuelo compartido a través de montañas a puertos e islas.


De cada uno de ellos y ellas extraño la posibilidad de sentarme al frente y que antes de empezar a hablar siquiera ya sepan que estoy sintiendo, por qué digo lo que digo y por qué lo digo de esa manera. Después de esta cascada, de este lanzamiento en benji, de este rafting por el Petrohué, que han sido estos tres meses en Londres, daría todo este Reino Unido por una de esas conversaciones, una sola, cualquiera me haría feliz.


Pero aquí se empiezan a trazar otros caminos. Comienzan a bosquejarse nuevas historias, nuevos astroviajes. Hasta ahora he hablado bastante, aunque nunca será suficiente, de lo que se está consolidando con Carmen y construyendo con Max, a su debido ritmo, como todo buen cocimiento. Hace algunas semanas atrás fuimos los tres a un Sunday Roast en un barrio muy posh (elegante) bastante cerca de mi casa y de ahí a uno de los parques más lindos que he conocido en Londres, el Hampstead Heath. Un parque, que al contrario del Hyde Park y los Kensington Gardens, todo está muy al natural, salvajemente dispuesto. Se encuentra en unas colinas por lo que es posible tener una privilegiada vista de Londres, además tiene unas ponds (lagunitas) con aves silvestres y unos árboles añosos que ya empezaban a mostrar sus canas otoñales. Fue un paseo muy familiar, de día domingo. Por su parte, con Carmen todo el tiempo surge, desde esa esquina que sólo son capaces de construir los amigos, un mensaje para juntarse a un café, o improvisar un almuerzo a cualquier hora. Siempre habrá un lugar nuevo que conocer, o una comida exótica que probar, y que sea el escenario perfecto para una conversación necesaria. Muchas veces no resulta. Ambos tenemos agendas completas. Carmen está escribiendo su tesis doctoral y tiene esos días negros que sólo los doctorantes parecen conocer, y yo también tengo de los míos, pero es justo ahí, cuando como por efecto de un chasquido de dedos, nos reunimos en esa esquina, en este caso la de la librería Waterstone’s.


Por otro lado, esa chilena becaria, Alejandra, ha resultado ser una gran partner. Desde ese primer día de spaghetti y vino tinto se vio que podríamos compartir parte de este mismo camino. Y desde ese día no hemos parado. Se nos suma frecuentemente Paula o Gaby, a veces algún compañero de su Masters. Juntos nos hemos hecho habitué del Southbank Centre, un gigantesco complejo de salas de distintos tamaños y formas, donde es posible ver teatro, escuchar a la Filarmónica de Londres, asistir a conferencias de escritores, etc. Por ejemplo, ahí fuimos al Festival de Jazz de Londres, en particular a un concierto de una banda argentina llamada Astillero que cultivaba un tango del siglo 21, según sus propias palabras. O asistimos a unos conciertos denominados “the night shift”, donde por ser estudiantes, además de tener entradas muy baratas, regalan una cerveza. La primera vez que fuimos estábamos los cuatro: Ale, Paula, Gaby y yo. Llegamos al Queen Elizabeth Hall, retiramos las entradas, fuimos al guardarropía, todo de muy buen nivel pero relajado, y nos ofrecieron pasar a una suerte de sector vip para estudiantes. Sí, increíble, sector delimitado por cordones y hermosas promotoras sólo para estudiantes. Ahí nos ofrecieron una cerveza, la que aceptamos con gusto. Entre la conversa y un grupo de música india esperamos el inicio del concierto, hasta nos paparazzearon con una foto que luego saldría publicada junto con otras en la invitación de la nueva versión del night shift. Y bueno, en Londres una cerveza se hace poco, así que fui por la siguiente ronda. Le pregunté a la chica de esa barra improvisada si podía venderme unas cervezas y ella respondiéndome en tono amable pero también con algo de glamour, me dijo - para que quieres que te las venda si te las puedo regalar. Así fue que nos tomamos tres rondas antes de entrar, y con la cuarta en la mano -ya que aquí se puede tomar en las salas- nos sentamos a escuchar a Haendel. El director, joven, muy cool, en mangas cortas, pero bien vestido, introdujo las obras que escucharíamos. De eso se trataba. Disfrutar esa música, probablemente compuesta bajo esos mismos cielos algunos siglos atrás, con un traguito y la compañía de –en mi caso- nuevas amigas. Hemos ido a un par de conciertos más pero en el Royal Festival Hall, que es una sala monumental del mismo centro, y donde performa la Filarmónica de Londres. Lo último que fui a escuchar fue superlativo, definitivamente. Esta vez estaba Ale con unos amigos de ella, Georgina, una nueva amiga mexicana que conocí a través de Carmen, y yo. Sin embargo, quedamos sentados en distintos lugares porque habíamos comprado los boletos por separado, excepto por Georgina (¿georgi?) y yo, que por una coincidencia inexplicable quedamos sentados exactamente uno al lado del otro. Escuchamos Haydn y un extracto de la ópera “Historia von D. Johann Fausten de Alfred Schnittke. Impresionante. Y por supuesto, siempre después de cada concierto hay algo más. Una caminata por Soho “donde las paradas son las que dejan”, una visita a algún club de música de los ’70 o un kebab. Este último siempre es un buen cierre cuando el carrete (la marcha) se ha extendido más de lo debido y se viene el nunca bien ponderado bajón de hambre.


Como aquel día, que con un grupo de compañeros del Masters de Ale (algo así como arquitectura sustentable), la mayoría griegos, fuimos a Favela Chic, una versión londinense del afamado club parisino, aquí también es muy in y sólo es posible bailar si se sabe hacerlo en un medio metro cuadrado. O como en esa otra ocasión, cuando con Ale y esta vez Carolina, una brasileña pero antes avecindada en Paris, después de tomarnos unos piscos souer en casa de Ale, nos fuimos a Camden Town, a una especie de centro de bares, restaurantes y clubes. Un epicentro llamado Stables. Donde efectivamente en tiempos pretéritos hubo establos. De hecho, el club al que entramos tiene una parte donde lo que fue cada caballeriza ahora es una pequeña pista de baile, con caño incluido (pole, tubo). Cuando entré a ese lugar, antes de llegar a los caños, había una banda tocando un rock muy underground, muy londinense, con no mucha gente pero toda moviéndose -diría hipnotizados- al ritmo melancólico de esas tres guitarras distorsionadas que había en escena. Me imaginé estar en una película de aquellas, como Blow up del maestro Antonioni. En realidad había imaginado muchas veces estar en ese lugar, no sé si en ése, pero sí en algo así como mi propia película rodada en un club de esas características.


Pero también con mis housemates he ido afianzando una amistad, aún embrionaria por cierto. No es fácil, ni siquiera para ellos, desarrollarla en condiciones tan disímiles unos de otros. Ya los voy conociendo mucho más. Por ejemplo, por fin pude dilucidar el origen de Vinay. En realidad no tiene nada de persa. Ese fui yo y mi oído ubicado en la parte distal de mis extremidades inferiores, o sea los pies. Cuando aquella vez que me entrevistó le pregunté de donde era, claro él antes de decirme se excusó por su acento fuerte y yo me armé la película. Él me dijo Prescot (créanme que suena parecido), que es una ciudad muy pequeña entre Manchester y Liverpool. Vinay es tan inglés como un toffee, aunque su familia proviene de Kenya y trabajaron mucho tiempo en India. De hecho para muchos su aspecto es el de un indio. John, el rubio alto, pese a su tamaño y a su actitud, lo siento como un hermano menor. Es el que se pone menos nervioso cuando tiene que repetirme una segunda vez algo que no les he entendido y, junto con Vinay, tienen el sueño de viajar a Sudámerica. Él ha estado trabajando mucho así que este último tiempo lo he visto menos. No así Tony, el tercero, el definitivamente más posh, con costumbres más inglesas y una formación en Cambridge que la lleva grabada en la frente. Él trabaja en algo así como auditorías financieras. Al parecer tiene un buen puesto y constantemente lo llaman ofreciéndole otros trabajos. Sin embargo, no sé cómo lo hace porque al menos un par de días a la semana se queda dormido, se va en la tarde o derechamente no va al trabajo. Él es muy amable, muy compuesto y educado, pero le encanta comer y tomar. Y claramente se le pasa la mano. Es fanático de un pub del barrio que se llama Saint John’s y periódicamente está ahí tomándose unas pint antes y después de la cena. En realidad es bastante bueno para los drinks, como todo buen inglés, ya que en la casa siempre tiene vino francés, champagne, whisky o algún otro licor de mayor graduación. Él se pone muy nervioso al hablar, tiene un acento fuertísimo y siempre está haciendo bromas, sin embargo, más allá de ese comportamiento un tanto masculino e infantil, hay detrás un tipo muy clever, sin lugar a dudas, y muy preocupado por la vida familiar de la casa. De hecho hasta ahora, al menos en cuatro ocasiones ha preparado para todos la cena de los domingos. Como a eso de las seis de la tarde nos llega un mensaje diciéndonos a qué hora va a estar lista la cena. Ese es su estilo. Asimismo, quizás por su forma de vida, es el que más adminículos ha comprado para equipar la casa, especialmente la cocina, algunos increíbles como una pesa de laboratorio que le sirve para medir exactamente las partes de harina que utiliza cada mañana para hacerse los panqueques con arándonos que come de desayuno. Es rapidísimo de mente y, pese a su aspecto aparentemente parco, siempre se preocupa como me va en la Uni (<yuni>, como le dicen). Una vez me vio trabajando hasta tarde en un documento escrito que debía presentar. Claro, él venía llegando tarde y un poco bebido, sin embargo, me ofreció revisar lo que había escrito… lovely, dirían.


Hasta ahora no hemos tenido ningún problema en la casa. Compartimos las cuentas y pese a que no hay ninguna regla, todo está tácito y funcionando de maravillas. Aunque no sé porque razón la leche del refrigerador es un bien público de la casa, el resto de la comida es respetada religiosamente. No obstante, Vinay y principalmente Tony, que son los que más cocinan, usualmente dejan parte de lo que no consumieron en algún pote con un letrero que contiene el nombre del platillo y la frase “help yourself”, o sea, atiéndase. Cada uno de nosotros ha tomado un par de gavetas de la espaciosa cocina de la casa a modo de despensa personal, y el refrigerador es compartido por todos, aunque sin lugares asignados para nadie. Incluso en temas de limpieza no ha habido inconvenientes, aunque debo confesar que puede ser porque derechamente no se realizan, al menos con la periodicidad que debieran. Y aunque hay lavadora de vajilla siempre hay un desfase en el lavado. Ni hablar del baño, que es compartido por los tres Vinay, John y yo (Tony tiene baño en suite); la última vez atiné yo a hacerle un aseo profundo, a propósito que recibía la visita de mi amigo Johny y además teníamos programada una fiesta. Sin darle ningún valor, ni a favor ni en contra, debo constatar que es la primera que limpio un baño.


Hemos salido una sola vez los cuatro. De ahí ha sido difícil coincidir todos. La mayoría de las otras veces, que no han sido tantas tampoco, ha sido John o yo el que no ha estado. Sin embargo, rescato dos salidas muy positivas en términos de estrechar lazos con mis housemates. La primera vez fue una salida a cenar con Vinay y Tony. La idea era no salir del barrio, así que fuimos a un restaurant indio, El Sitara, que tiene la particularidad, bastante especial, por decirlo de algún modo, de ser un Jazz restaurant indio atendido por una mesera de Europa del Este, probablemente polaca. Es una mezcla rara pero “interesante” (nota: interesante en el buen sentido, ya que en esta cultura tan dada a los mensajes entrelíneas, algo interesante puede tanto serlo realmente como ser una manera elegante de decir que es una basura). Comimos bastante bien y bebimos un delicioso vino italiano. Sin embargo, la cosa no llegaba hasta ahí, después venía el bajativo… ¿dónde? En St John’s por supuesto. La última vez había quedado yo con el turno de pagar la ronda, así que invité las cervezas, pensando que hasta ahí sí que llegábamos. No, después vino la segunda, y mientras la terminábamos Tony y Vinay con sus I phone último modelo, buscaban vía GPS cuáles eran los pub con música en vivo más cercanos de donde nos encontrábamos. Así que tras caminar unos 10 minutos llegamos a otro bar, en Kentish town, y ahí Tony invitó una ronda de cortos de Tequila. Había música pero ya cerca de las 11 estaban cerrando el pub, al menos la barra con su típico toque de campana, y que en el fondo representa lo mismo: señores, ¡váyanse! ¿Qué más hacen en esta ciudad en un pub si cierran el bar? Así que después de estirar al máximo la posibilidad de permanecer en ese lugar, caminamos de regreso a casa, con la certeza, al menos yo, que había dado un paso importante en la consolidación de esa necesaria confianza entre pares, que además comparten un techo. Ese fue mi primera aproximación a una “salida” con ingleses en día de semana.


La segunda fue notable. Podría perfectamente haberla relatado como una anécdota de época de colegio o de primeros años de Universidad en el pregrado. Hace algunas semanas atrás se celebró un rito muy importante para UK e incluso para otros países de la Commonwealth. Fue Bonfire night. Se trata de un día en que se celebra el desmantelamiento de una suerte de atentado local que intentó realizar hace varios siglos atrás el célebre Guy Fawkes. Este católico recalcitrante atestó con pólvora el subterráneo de la Casa del Parlamento (Palacio de Westminster) con la intención de incendiarlo. Y aquí, pueblo tristemente marcado por episodios de fuego generalizado en la ciudad, celebran hasta ahora el fracaso de ese atentado. Paradojalmente, lo festejan con fuegos artificiales y con la quema de muñecos alusivos al pobre Guy. Se debe considerar que por las mismas razones antes mencionadas, la legislación respecto del uso de fuegos de artificio es bastante leonina, y disfrutar entonces un show de esas características es muy esperado por todos, especialmente por los niños.


(Nota al margen merece Fawkes, que en lo personal admiro mucho por sus ideas adelantadas para la época y su perseverancia a toda prueba, pese a su fanatismo religioso claro está. Su imagen así y todo es inspiradora para los ingleses; de hecho hubo un comic famoso de Guy Fawkes como antihéroe incomprendido en la que además se basaron para realizar la joyita de película llamada “V for vendetta”).


En este contexto, todos se preparan y se preguntan ¿qué vas a hacer para Bonfire night? Vinay, viendo que yo no tenía panorama, me invitó a ver los fuegos artificiales al Alexandra Palace, que es un importante centro de eventos tales como recitales de música o ferias temáticas. Y como se encuentra en el cerro Muswell hill, provee una muy buena perspectiva para un show pirotécnico. Hasta ahí llegamos, después de tomarse algunas cervezas en un pub que estaba en el camino, acompañados además por Gareth y Debbie, dos amigos entrañables de Vinay, el primero, su compadre en época de pregrado (o undergraduate) de arquitectura en la Universidad de Liverpool. Luego de apreciar el hermoso espectáculo con otra cerveza en la mano, obviamente, había que continuar la marcha. El encantador barrio de Crouch end, cercano a donde estábamos, fue nuestro destino. Alcancé a contar en buenas condiciones al menos cinco pub donde pasábamos a bebernos una cerveza, continuando, sin perder el hilo, la conversación de fondo, todos por igual, incluida Debbie, que a esa altura ya no me parecía la niñita naive (ingenua). Luego, cenamos en un restaurant thai y pedí el platillo más picante de la carta (claramente aleonado por mi estado de intemperancia). Fue en ese momento que decidí sensatamente proceder a la autoinducción del vómito. Es que era insoportable la sensación de embriaguez acompañada del picor esofágico y gástrico con más persistencia que he experimentado en mi vida. Santo remedio (con el perdón de los santos). De ahí todo se aclaró y pude asimilar empíricamente dos lecciones. No sé si será porque antiguamente tomaban cerveza en vez de agua para evitar enfermedades por problemas de higiene, pero estos ingleses toman y resisten muchísimo, hombres y mujeres por parejo. En segundo lugar, Carmen tenía razón. No hay mejor y más efectiva estrategia para garantizar la complicidad de un inglés que emborracharse con ellos. El punto es que debe ser a la par. A mí no me dio, sin embargo, gracias al mencionado procedimiento clínico que me auto-infligí, pude continuar en carrera y acompañarlos al último destino de la noche: una fiesta en casa de unos amigos músicos de Gareth. A todo esto, con este personaje, un “Manchesteriano de libro”, habíamos hecho muy buenas migas. Yo creo que en parte le parecía atractivo mi inglés rudimentario, por lo que todo el tiempo me hacía aportes gramaticales y etimológicos para complejizar mi discurso, y porque además disfrutaba al máximo que le hablara de la cultura sudamericana, especialmente lo referido al –según él- mítico comportamiento “directo” y open mind de las latinas. Todo un fetiche por estas latitudes, que he utilizado impúdicamente en beneficio personal. En la fiesta tuve dos aciertos: tomar la guitarra y, aunque no tuve más público que mis propios acompañantes, dejarlos gratamente impresionados tras interpretar mis 3 a 4 riff y temas “caballito de batalla”; el segundo fue en razón a que, aprovechando un ritmo filo latino, probablemente Santana, logré entusiasmar a dos hermanas eslovacas estupendas, que no sólo bailaron sino que hicieron una performance de aquellas. Fue tal el impacto que causaron, incluso en ellas mismas, que me dieron su número de teléfono para que las invitara en una próxima ocasión que hubiera una fiesta o alguna salida a bailar. Gareth y Debbie a esa altura ya habían abandonado por estado etílico, pero la cara de Vinay, testigo de toda esta operación y de los números escritos de puño y letra por tales beldades en mi libreta de anotaciones, fue mi constatación que no sólo había llegado entero hasta el final de la jornada (aunque ya se sabe que con algo de trampa) sino que yo era una mezcla entre el propio Guy Fawkes, Lorenzo Lamas y Humphrey Bogart. En otras palabras esa noche había logrado mi propósito.


Y llegó el día tan esperado, después de más de dos años, o de casi 5 si se prefiere. El reencuentro con mi querido amigo Johny. Todo este tiempo él ha estado viviendo en Irlanda del Norte y, aunque parece una ironía del destino, ahora que yo llego a UK, él se devuelve a Chile. No obstante, teníamos un par de meses de coincidencia, una mínima posibilidad, y la concretamos. Llegó un día jueves en la noche. Yo, después de asistir a la National Portrait Gallery a una conferencia sobre The Beatles y los lugares donde fueron fotografiados en Londres, lo fui a recoger a la estación de buses que lo traían desde el aeropuerto. Nos fuimos a mi casa, compramos una pizza para llevar (una casera) y una botella de vino tinto francés. No había tiempo que perder para ponerse al día. Dicho y hecho. Después de devorar ese platillo y bebernos la botella de vino, continuaron las cervezas, mientras los temas versaban desde la crisis económica mundial, pasando por la situación política de Chile, hasta un resumen de la experiencia en nuestros estudios aquí, todo evidentemente aderezado con notas al margen, bibliografía sugerida, y las correspondientes anécdotas sabrosillas. Teníamos para mucho tiempo más pero decidimos ir a dormir como a eso de las 4am. Al día siguiente fuimos temprano a la Embajada de Chile por unos trámites. La gente es muy amable, pero es casi una experiencia metafísica como tras entrar por la puerta del edificio que alberga la embajada y el consulado, a pocas cuadras del 10 de Downing Street (la oficina del primer ministro) y del Westminster, entras a Chile. Sólo de muestra un botón. Mientras el funcionario atendía a Johny, yo leía en la sala de espera, había más gente esperando y un grupo de personas hacía ruidosos arreglos, al parecer de calefacción; sin embargo, fue inevitable no reparar en el tono y las formas utilizadas por ese servidor público. El clásico burócrata de manga, visera y pantalón con el cinturón más arriba de la “cintura”. El acabose fue cuando escuché algo así como una transmisión deportiva. Efectivamente, el susodicho al percatarse de la profesión del usuario, no encontró nada mejor que compartir en su PC las –a su juicio- mejores carreras de caballo de la competencia local. Después de esa experiencia religiosa nos fuimos a recorrer Londres. Caminamos mucho pese a la llovizna. Nos fuimos por la ladera sur del Támesis y retomamos la conversación; los temas: parejas, cine y algo de arte, especialmente cuando cerca del Tate nos comimos unos creps como almuerzo. Luego, visitamos la Torre de Londres donde había una exposición especial sobre Enrique VIII y sus armaduras. Tras mucho andar nos regresamos a mi casa, a dormir algo y reponerse. Se nos venía la noche prometedora del viernes. Hicimos un recorrido donde la primera parada fue en Gordon’s wines, una de las tabernas más antiguas de Londres, y tomamos una copa de vino tinto sudafricano; después nos fuimos a The Crypt, ese club de jazz que se encuentra en la cripta (subterráneo) de la Iglesia de St Gilles, ahí cenamos y escuchamos una excelente banda de cool jazz; y por último, ya de vuelta en el centro, un club que no recuerdo su nombre -probablemente no lo tiene- que es un segundo piso (primer piso aquí) de unos departamentos viejos cuya sala la habilitaron con un bar, algunas mesas y un mínimo espacio donde la gente puede bailar. Capacidad: no creo que más de 30, pero siempre hay sobre 50. A esa altura los temas se habían movido entre literatura y los futuros proyectos, por lo que repasamos con estos últimos, algunos pasajes históricos, siempre sensibles pero desde un lugar protegido y ajeno al juicio, que sólo deja provecho y reconciliación. Sí, como no, también hablamos de mujeres, y mucho. Ese día nuevamente nos dormimos tarde. El día sábado siguiente después de un bunch (desayuno más almuerzo) nos fuimos al Museo de Historia Natural, uno de los lugares que mi huésped deseaba visitar y recorrer. Después de ver cuanta piedra y hueso se puede imaginar, nos fuimos a cenar a un buffet indio y de ahí vuelta a casa. Ya que, como este camarada se regresaba a Belfast el domingo relativamente temprano, había que hacer una buena despedida.

Y aquí se produce lo que yo llamo las esquinas. Habíamos programado con mis housemates, tal como se acostumbra aquí, con más de un mes de anticipación, una fiesta de inauguración de la casa. Y Johny, evidentemente coincidió. Cuando llegamos a la casa, mis housemates tenían todo ordenado. Fue increíble ver como hicieron en pocas horas lo que no habían hecho en dos meses. Pusieron la ampolleta que faltaba en el baño, paño de cocina y toalla limpia, jabón líquido en el lavamanos, hasta papel higiénico doble hoja para las chicas. Habían pasado por el Morrison’s, un supermercado muy barato, y habían comprado un cargamento de cervezas y botellas de vino y otras cosas; de comida, solo unas papas fritas y grisines, más humus para untar. Tony, por supuesto, encargó doce botellas de vodka por su cuenta. Daba ternura verlos nerviosos y expectantes de los invitados de cada quien. Ese había sido el trato. Cada uno invitaba a amigos y amigas para hacer un grupo común. Con Johny nos encargamos de la música, supuestamente pondríamos el tan preciado toque latino. Yo invité a Carmen, Max, Ale, Paula, Gaby más otros compañeros de universidad. Italianos y polacos fueron la sensación, aunque no tanto como las famosas eslovacas de la semana anterior. Cuando llegaron se produjo un silencio. Venían con una amiga más, tan linda como las dos hermanas. Como siempre, la cocina era el lugar de encuentro, y mientras le ofrecía vino blanco chileno, Vinay y John se pusieron en fila para presentárselas. Tony estaba en la sala con sus amigos, todos de comportamiento muy adolescente. En cambio los amigos de Vinay, la mayoría ingleses y arquitectos y uno que otro ex housemate, contrapesaron la buena onda de mis invitados. Johny era un anfitrión más. Él siempre encantador, apuesto y un inglés hablado con fuerte acento irlandés, aportaron buena parte del charm de la noche. Y aunque costó que prendiera el baile propiamente tal, lentamente, con la ayuda del influjo alcohólico de la nutrida oferta posible de encontrar en esa cocina – bar, las desinhibiciones fueron dando paso a cada vez más parejas, tríos y grupos bailando. Todo empezó como las 8pm y terminó como las 5am, con los últimos radiotaxis recogiendo a la mayoría de los fieles invitados que se quedaron hasta esa hora haciéndonos compañía y celebrando la nueva casa, esta nueva generación de housemates y agradeciendo lo bueno de la fiesta. Claro, ninguno de ellos, salvo Johny, puede entender como cada uno de estos procesos se va engarzando en mi circunvalada estructura y va generando chispazos de placer. Ese conjunto de placeres que vienen de antes de la fiesta, que se multiplicaron con la visita de mi amigo, que se intensifican con mi nostalgia, que se arremolinan todo el tiempo, más cuando es acompañado de amigos, los de siempre, como esos que extraño tanto o como Johny, y también estos nuevos que vienen llegando como una lluvia de meteoritos a explotar sobre mi atmósfera y dejar en mi cielo brillo y luminosidad (y se me aparece Nietzsche).



Empecé el 27 a escribir y estoy terminando el 1. Ese 27 tan significativo para mí. Un 27 que es un portal que comunica mi pasado y mi presente. Y no casual, sino causalmente, las canciones del Ipod se han confabulado y entre tanta lluvia diaria, ese día me visitó una luna pequeña, incompleta, mostrándome su claridad conmovedora y también esas sombras, el misterio, de esta vida deseada que se me abre casi con desespero. Tengo, como alguna vez me dijera angelito, una sensación de melancolía pero que no es triste, es plácida y desbordante, es una melalegría.


domingo, 1 de noviembre de 2009

47.31.10.09


Amanecí con ese inexplicable e inmaterial deseo de poner en letras esa poesía que suele llegarme de alguna parte. Me dije –manos a la obra- y me senté frente al laptop en mi habitación. No hubiera habido canasto suficiente para recibir la cantidad de hojas arrugadas que hubiera arrojado tras juzgar de mamarracho cada intentus interruptus de poema. Intuitivamente salí a caminar. Para ser más exacto, salí a volar. Salí de la isla y bajé por el continente sin más rumbo que el que me indicaba la luz de una luna moribunda de frío. El cielo empezó a desmoronarse de lluvia y decidí guarecerme al interior de una torre de un muro medieval. Luego me encaramé sobre él y recorrí parte del perímetro de esa otrora ciudad amurallada, dejando que esas nubes suicidas, lanzadas en picada al precipicio, me mojaran la cara. En ese mismo instante tuve la certeza que algún día esa agua llegaría al mar y una parte de mí con ella. Bajé hacia los templos y con grácil solemnidad eructé de placer por tan fantástico registro del arte y la imaginación humana. Vi decenas de caras de dios y de otros cuantos santos que ganaron su espacio a la derecha del padre matando y torturando en su nombre. Desde el alto de una cruz de oro miré al horizonte como si la tierra no tuviera fin y pensé que era hora de reunir fuerzas para continuar mi camino. Seguí, atravesé un puente, abracé un árbol y toqué una piedra antes de llegar finalmente al lugar donde comí y bebí entre gente que hablaba en otra lengua. Y como clímax de esta más que búsqueda, encuentro poético, me embriagué de esos sabores y colores mediterráneos al punto de llegar a decir en su misma lengua: Estic feliç. El poeta Floridor Pérez tenia raó. La poesia està fora i Catalunya és un poema. Moltes gràcies. Adéu i fins a sempre.



Había sido una semana frustrante. Pensaba y se me llenaba el corazón de ansiedad por controlar este nuevo entorno, no sé si de la mejor manera pero al menos como lo hacía en mi país. ¿Es que cada día tendré que darme ánimo para resistir esta posición desventajosa? Estoy seguro que es transitorio y que al final del camino no será más que una anécdota, pero no es fácil vivir el día a día con la fuerza de la mera ilusión de la seguridad del futuro.


Tomé la decisión de refugiarme en el templo de la danza, como tantas otras veces, aunque esta vez no sería la biodanza propiamente tal, pero sí sus diosas madres y hermanas que habitan en Barcelona. Acepté entonces su invitación a pasar unos días por allá. Viajar en Europa puede ser extremadamente barato, especialmente en aerolíneas como Ryanair o Easyjet, que pueden cobrar precios irrisorios por vuelos en horarios poco comunes, sin asignar asiento, sin ofrecer a bordo ningún servicio gratuito y usando aeropuertos secundarios normalmente fuera de las ciudades de destino. Esta vez no fue la excepción y encontré una oferta muy ventajosa de un vuelo que llegaba a Girona, una ciudad pequeña al norte de Barcelona. Me pareció estimulante la idea de conocerla y pasar allí un día antes de llegar a casa de Elena, donde me alojaría en Barcelona. No pudo ser más atinada la idea. Y ya debí habérmelo imaginado cuando la noche que llegué a Girona, sin tener cómo llegar al albergue donde había reservado y estando todo cerrado, un chico portugués me regaló un mapita turístico en un folleto promocional. Es más, la señal ya vino antes, cuando a bordo del avión me senté al lado de Miriam, una hermosa gerundense avecindada con su novio australiano en Londres, con quien hablamos todo el viaje, entre otras cosas, de lo mucho que podía hacer ese día en su Girona natal, todo lo cual aplicadamente apunté en mi bella libretita regalo de la poeta Rosicler.


Tras hacer el check in en la hostal me fui derecho al Le Bistrot, un restaurante que me habían sugerido. Ya lo estaban cerrando, por lo que ya no preparaban cenas, pero me ofrecieron a cambio pizzes de pagès. Con hambre no hay capricho que valga así que acepté y elegí una que me pareció deliciosa, y no me equivoqué: Pizze formatge, brandada i figues. La pizze es una rebanada de un pan especial, el pagès, y sobre ella, en este caso, le pusieron queso, la brandada que es a base de bacalao y papa, y el toque especial de los higos. Un bocadillo de esta envergadura sólo podía ir acompañado de un buen vino y tampoco me equivoqué en la elección, pedí un vino de la zona, el Raimat, negre (tinto). Me regresé contento por esa ciudad de piedra a la pieza multitudinaria de la excelente hostal donde me alojé. Todo seguía miel sobre hojuelas. En la mañana, temprano como de costumbre, bajé con mi mochila presto a recorrer esa ciudad e incluso podría alcanzarme el tiempo para dar un paseo por algún pueblecillo de la costa brava. Sin embargo, me preparaba el desayuno cuando tras preguntarle algo doméstico a una chica de la hostal me contestó con tal amabilidad y simpatía que no fue extraño terminar compartiendo el desayuno y una conversación amistosa e interesante. Se trataba de la administradora del lugar y hasta ahora la única que le ha apuntado a mi edad entre otras rarezas, de hecho, después de un buen rato cuando le pregunté su nombre me dijo – Laia (en inglés suena algo así como mentirosa), tras un breve silencio ambos reímos. Me quedó dando vuelta esta Laia y esa conjunción de buenos eventos que ya llevaba a mi haber, hasta que por supuesto, nacieron unos versos. Hacía mucho que no salía alguno así de modo casi reflejo y decidí escribirlo en el libro de visitas de la hostal pero en una hoja antigua.


Salí entonces a conquistar esa ciudad seductora. Pasé por la oficina de turismo y diseñé el recorrido. Todo iba bien. Caminaba por una muralla medieval intacta que rodea un borde de la ciudad cuando comenzó a llover torrencialmente. Con gusto había dejado el paraguas en Londres así que poco pude avanzar. Pero lejos de amilanarme continuaba en la medida de lo posible. Entré a la catedral y su museo, luego a unos baños árabes antiquísimos, crucé la calle Bellaire y me senté en unas bancas barrocas, primero en la plaza John Lennon y luego en la Federico Fellini (no podía ser más para mí), y admiré cómo una arquitectura maravillosa está en perfecta armonía con los colores de una naturaleza arrojada. A esa altura me dio hambre y como lo hace mi amiga Georgette, ¿para qué innovar si me puedo ir a la segura en Le Bistrot? Me senté en otro lugar y desde ese ángulo me percaté que se parecía al Normandie de calle Providencia en Santiago de Chile. Estaba en eso cuando se acerca la garzona y apenas le hablé me dijo - ey! eres chileno. Ella era catalana pero casada con chileno así que la atención fue aún mejor. En son de ahorro no quise mirar la carta así que tomé el menú que ofrecían y que se veía igualmente apetitoso. Primers plats: muscles al vapor amb salsa romesco (choritos al vapor en una salsa típica a base de tomate, pimiento rojo, ají, entre otros ingredientes). Segons plats: Magret d’ànec amb salsa de verdura i ametlla (magret de pato en una salsa oscura compuesta por zanahoria, puerro, judías (porotos) verdes y otras verduras, más almendras y acompañado de arroz. Postre: Magrana amb salsa de vi (granada en salsa de vino). Para beber, el mismo criterio, otra vez Raimat negre. Me quedé bastante tiempo ahí. Decidí no salir de Girona y seguir recorriendo hasta la hora de mi tren a Barcelona. Una vez afuera no llevaba muchas cuadras cuando ya estaba empapado con la lluvia. Estaba claro. Hasta ahí se me mostraba Girona esta vez. Volví a la hostal y conversé con Laia un momento hasta que me sequé lo suficiente para continuar camino a la estación de trenes.


No hay como comer chocolate cuando ha llovido y mejor aún si vas mirando el paisaje bucólico de Cataluña desde la ventana del vagón, hipnotizado además por la Obertura Fantasía de Romeo y Julieta de Piotr Ilich Tchaikovsky en el I Pod.


En la estación de Sants me esperaba mi querida amiga Elena. La había conocido en Santiago, haciendo Biodanza en Pirque, a través de otra buena amiga en común, Valeria. Como pueden ver, entre amigos y amigos de amigos, se recorre el mundo. Elena conoció conmigo Santiago y Valparaíso, y yo aunque conocía Barcelona, pude volver a caminarla pero esta vez no de guiri (turista típico) sino con el relajo que da la buena compañía de esta vasca asilada en tierra de Bacallá (bacalao) y escalivadas (delicioso plato elaborado a base de berenjena y pimiento rojo y aliñado con sal, aceite de oliva y vinagre).


Esa noche cenamos en el Lolita, una estilosa cadena de restaurantes bastante buenos, unos exquisitos platillos a base de pescado y acompañados de otro buen vino. Al día siguiente después de una charla de horas caminamos por las Ramblas, almorzamos en el Ra, tras el Mercat de Sant Josep/ La Boquería. Recorrimos todo esa parte del centro de la ciudad apreciando sus plazas, iglesias y edificios, especialmente algunos Art Nouveau, mis favoritos. Y fiel a su naturaleza -ya lo dije que el viaje se estaba mostrando dulce- Elena me llevó al Papabubble una tienda donde hacían caramelos artesanales. Ahí en la carrer (calle) Ample nos deleitamos con el proceso, los colores y el sabor de las degustaciones de esas almohaditas de anís o las clásicas naranjitas, pero por sobre todo por el cariño con que amasaban esas golosinas esa pareja de chicos, él catalán, ella mexicana. De ahí caminamos de extremo a extremo, yo aburriendo a Elena con preguntas sobre cada detalle de la ciudad y el català, pasamos por el colegio de arquitectos, donde están esos diseños de Picasso que me gustan mucho, al frente de la Catedral, y llegamos a un café donde estaba María Rosa, la “madre” del grupo y también Lola, la otra “madre”. A la primera la había conocido en Santiago, de la misma manera que Elena, pero en otro momento. En esa oportunidad, recuerdo con gracia como junto a Vicky, Rosa, Jose y Chana disfrutaron de La Piojera y el Mesón Nerudiano, un contrapunto interesante de reconocer en un mismo día; del terremoto (vino blanco (pipeño) con helado de piña) y sus réplicas al vino tinto reserva; del cantor popular a la música de Georges Brassens interpretada por Eduardo Peralta; y desde la conversación encantadoramente absurda de un pescador iquiqueño borracho y de paso por Santiago al casi monólogo de Luis Vera, dueño del “Mesón”. Con Elena llegamos a ese café porque María Rosa y Lola, cual sacerdotisas, organizaban el rito de matrimonio de Joan un amigo de todas ellas. Fue un gusto compartir una entretenida conversación con esa gente querida al alero de una sorprendente cerveza Moritz. Joan me invitó la cerveza. Pero era muy temprano para volver a casa, de modo que invité a Elena a otra birra en la Rambla del Raval y así aprovechar de disfrutar esa estatua tan paranormalmente familiar para mí, “el gato de Botero”. Y por supuesto las cervezas por deliciosas que sean se suben a la cabeza, Elena me dijo, estoy medio piripi (emborrachada) así que comamos algo antes de irnos al piso, su casa. Y como no, fuimos por unos pintxos al Irati, una taverna vasca, excelentemente atendida por una chica catalana de cara, otra vez, muy dulce.


Al día siguiente cogimos la moto de Elena sin antes tratar de conseguir por medio Barcelona un casco que diera con mi cabeza. Una vez lograda la tarea y después de otro extenso desayuno- almuerzo bien conversado (Elena preparó una ensalada extraordinaria acompañado de un aderezo exquisito de aceite de oliva, aceto y miel), nos fuimos al Park Guell a disfrutar de la obra de Gaudí. De ahí en el Paseo de Gracia, seguí disfrutando de esa portentosa arquitectura, entramos a una librería y finalmente nos juntamos con unos amigos de Elena. Ellos eran Fer, una chilena arquitecto radicada allá, su marido catalán y su simpática hijita que balbuceaba un dialecto mitad castellano y mitad catalán. Me dio mucho gusto escuchar a este padre orgulloso de que gracias a la crisis le habían acortado un cuarto su jornada (y su sueldo) y con eso podía ir a la guardería por su hija y compartir toda la tarde con ella. Ellos nos invitaron unos ricos y dulces helados de tradición catalana.


La última noche sería una celebración como corresponde, comiendo, bebiendo y disfrutando de la vida con todas estas amigas en pleno. No había que buscar mucho, ellas decidieron por el Rosat’s, su lugar habitual de aquelarre y también se encargaron de pedir lo necesario: Vino blanco esta vez más jamón ibérico, patatas bravas, torradas de pan amb tomàquet, queso manchego, carpaccio de bacallá, sepia (parecido al pulpo) y una amanida (ensalada) catalana a base de un sofrito de garbanzos, espinaca, piñones y pasas. Junto con Jose, un hombre de una dulzura y simpatía extraordinaria, éramos los únicos varones compartiendo una mesa generosa de mujeres potentes y suaves a la vez, como el agua que sacia la sed y apaga el fuego pero que luce cristalina y se escurre entre los dedos. Todas ellas eran dos a la vez; María Rosa, la madre dulce y sensual a la vez, sabia por vocación; Rosa, intelectual, de voz profunda y femenina a la vez, delicada y elegante por naturaleza; Vicky (yo lo escribo así), también intelectual, encantadoramente cándida y perspicaz a la vez, amante silenciosa del placer. También estaban Lola y Olga, que recién las conocía pero que podría aventurar que ellas son una a la vez, y que la primera es cabeza y espíritu a la vez, y la segunda es víscera y mente a la vez. Por último Chana, chilena, pareja de Jose, con su sonrisa profunda de ojos sobrenaturales y terrenales a la vez; y mi querida Elena, más que una hermana y una mujer a la vez. Así fue esta mesa redonda de no-caballeros, mucho más que materia, el hogar desde su concepción calórica, el poder y el útero, cuerpo y espíritu, deseo y realización, hechos y potencial, belleza y sabiduría. Todo a la vez. Me sentí muy a resguardo en ese vientre femenino.


El último día habíamos programado con Elena ir a Sitges, un lovely pueblito catalán. El día estaba soleado, de hecho en la playa había más de alguna guapa tomando sol en topless. Caminamos por esas callejuelas, escuchamos en una de ellas una guitarra española excepcional, y me anestesié con ese Mediterráneo calmo y viejo. El resto fue conversar y comer. El almuerzo fue frente a la playa, con una buena cerveza degustamos tapas de anchoas, aceitunas, patatas bravas y pulpitos. Luego, más allá, un helado, y más allá, cerca de la calle del pecado, un buen café. Volvimos relativamente temprano, ya que había decidido volver a Girona y pasar la noche allá. Tenía el vuelo en la mañana y no quería pasar ninguna zozobra con algún eventual atraso del tren. Nos despedimos con Elena con un abrazo fundido de cariño y felicidad por haberse encontrado y compartir parte del camino.


Esa noche que parecía moriría temprano fue la rúbrica de oro de un viaje muy especial. Llegué a Girona al mismo albergue y me encontré con Laia nuevamente. A esa altura del partido y del día no quedaba otra que ir por algo de comida y una buena conversación. Pero antes, ya me lo había sugerido Miriam, la chica del avión, fuimos a pasear por las Fires de Sant Narcis. Quizás la más importante actividad de esa ciudad. Las plazas con stand de comidas y artesanías y el Parque de La Devesa con juegos y entretenciones del tipo desde “tiro al blanco” hasta “montañas rusas”. Pese a lo llamativo de todo eso finalmente decidimos ir a un lugar más tranquilo y, aunque nos tentamos con Le Bistrot, era la ocasión de probar otro lugar. Lapoma fue el destino (La manzana). Ahí como si nos conociéramos de la vida reímos, conversamos de todo-un-cuanto-hay y comimos delicioso: croquetes de ceps (setas); triangles de blat and brie (triángulos de maíz con queso brie y salsa de mango); y coca fresca de pasta de full amb bacallà fumat, toronja i vinagreta de romaní (una masa rellena de bacalao ahumado, naranja y vinagreta de romero). El turno de la cerveza fue para una Voll-Damn. Muy buen final.


Me dormí con la convicción de que en este viaje había consolidado una gran amistad, acrecentado otras y parido una nueva. Y antes de quedarme enredado entre los jirones de alguna figura “animalesca” de Gaudí, tomé el avión de regreso a este Londres oscuro y multipotencial, que es finalmente mi hogar dulce hogar.


Esta noche es Halloween y es solo un dato. En las calles angostas de Londres corren los buses con sus segundos pisos casi rozando los tempraneros adornos navideños. En el reporte de la BBC leo que la puesta de sol fue a las 4:36pm. Este sábado, tras una madrugada lluviosa, fue un día soleado. Y aunque me quedé en casa desde temprano, si es que así se le puede decir, disfrute del calor del día. Nuevamente tuve ganas de escribir, esta vez esta bitácora, pero ya no fue tan difícil hacerlo. Recordé a Floridor y sólo transcribí la poesía que experimenté en Cataluña. La poesía del comer, del beber, de apreciar la belleza de una ciudad, la arquitectura, su cultura, una lengua. La poesía de la mujer. Creí que mi mente estaba en mi cabeza y que la poesía que ebulle de ella la encontraba en mi pieza frente al computador. Pero mi mente abraza a través de los sentidos, y el mundo aunque lo sueñe y mi mente se haya expertizado en aquello, requiero vivirlo, sensual e impúdicamente, sólo así es posible escribirlo, sólo así es posible vivir. Vivo luego escribo. Escribo luego existo.


viernes, 16 de octubre de 2009

31.15.10.09


Abre los ojos, abre los ojos, abre los ojos… repentinamente evoqué el inicio de la película de Amenábar. Me pareció haberme dormido mientras iba en un tren hacia el sur de Londres. Al frente mío un hombre anciano. Esmeradamente vestido pero con ropas de moda probablemente hace 30 o 40 años atrás. No era calvo pero tenía poco pelo, mayoritariamente cano, y lo peinaba hacia atrás. Tenía la cara alargada, unas orejas prominentes y abiertas, sus pómulos desvencijados hacían juego con su rictus. Lo observé disimulada pero acuciosamente. Me recordaba algo o alguien. No sé en qué momento apareció en ese asiento del frente, de esos que suelen tener los trenes. Me percaté que pronto lo venció un sueño nervioso, se despertaba en cada parada de estación y reintentaba el proceso de dormir una y otra vez. Quería descansar y cerraba los ojos con fuerza, los apretaba arrugando el ceño, y con eso su cara ganaba una mayor expresión de preocupación, de peso, claramente se le dificultaba conciliar el sueño.


Todo partió un jueves. Ese día no tengo clases pero fui a la biblioteca a leer los numerosos textos que debo preparar. En la tarde había una exposición de un estadounidense de origen iraní que estaba a cargo de una empresa que gestionaba redes de profesionales jóvenes para trabajar en desarrollo. Asistí y me senté en primera fila. Más que interesarme el tema propiamente tal, me interesaba practicar mi oído con diferentes tipos de inglés. Al lado mío se sentó una nigeriana hermosísima, estaba muy bien arreglada, lucía un vestido en tonos claros, veraniego diría yo, con flores que hacían juego con el maquillaje y unas pestañas extremadamente largas y a la vez contrastaban con su piel negra y brillante. Hacía un master en derecho comparado. Al poco conversar me di cuenta que era una mujer muy inteligente y de carácter fuerte. Parecía hecha y derecha sin embargo tiene 23 años. Al final de la sesión se me acercó una chica esta vez muy blanca y colorina. También hermosa pero no tanto como Funmi, la nigeriana (es la abreviatura de su nombre irreproducible). Le había llamado la atención mi acento en una pregunta que había hecho. Me preguntó si hablaba italiano o español. Su nombre es Linda, irlandesa y realizaba su doctorado en estética. Conversamos un poco más que lo que se podría conversar en una situación como esta. Teníamos algunos intereses comunes, le preocupaba la ética en las organizaciones tal como a mí, pero lo que sin duda fue un gancho recíproco, era el interés por mejorar a través del otro nuestro idioma de interés. De este modo a partir de hoy jueves, una semana después, iniciamos nuestras sesiones de intercambio. Media hora español y media hora inglés. Linda hace mucho tiempo que está fuera de su casa, nació cerca de Cork al sur de Dublín, en el campo, estudió en la capital, estuvo un tiempo en España y ahora hace sus estudios en Londres. Toda una vida para sus recién cumplidos 24 años.


En una suerte de feria para mechones en UCL (freshers le llaman) hubo una oferta interminable de invitaciones a diferentes sociedades, desde las más clásicas hasta unas verdaderamente extrañas, como una que reclutaba interesados en reacondicionar objetos cotidianos y transformarlos en piezas de museos. No había un solo stand de los aproximadamente 100 del lugar que no tuviera inscritos. Yo me anoté en varios: Hiking y caminatas, músicos, poetas jóvenes, lengua española, música clásica, museos, pintura, cine, libros, etc. En todos puse mi orgulloso email de la universidad juan.moreno.09@ucl.ac.uk

(Los ingleses no usan el apellido materno por lo que piensan que el último nombre que ven corresponde al único apellido. Por supuesto que no quise cambiarlo, como mínimo homenaje a mi madre).


La sociedad de caminata y Hiking fue la primera en reaccionar y ya el mismo fin de semana tenía organizada una actividad para cada día. El sábado una caminata relajada. Hicimos un circuito desde la universidad, pasamos por el Hyde Park, Green Park y St. James Park (donde están las sillas de playa de la foto que tomé tres años atrás titulada “en Londres me espera una silla”). Pasamos por al lado del Buckingham, del Westminster y su Big Ben, el London Eye, Jubilee Gardens y terminamos como corresponde en Covent Garden Market con una cervecita refrescante. Como conocía estos lugares, al principio me entretuve contrastando el recorrido con un buen mapa que adquirí y que me ha permitido ubicarme bastante bien en Londres. Después se me acercaron dos francesas, una de Paris y otra de Marsella, conversamos una parte del paseo sobre cuáles eran sus ideas de investigación, una en el ámbito de la ingeniería, otra en el derecho. Me llamó la atención el compromiso público de su propósito de estudio. La conversación se difuminó cuando una de ellas, pensando que era español, me dijo en un castellano graciosamente afrancesado – Yo no sé español, sólo sé decir, hola, como estás, yo tengo 19 años. Hicimos una parada para comer algo. Cada uno debía llevar su comida. Yo llevé un yogurt líquido, un plátano y una manzana verde. Me senté junto a unas estadounidenses debajo de un monumento a unos soldados caídos en alguna de las tantas guerras. Una estaba haciendo un postgrado en sicología, otra en ciencia política y la otra estudiaba literatura inglesa. Encantadoras y de conversación muy fácil. Salvo un paréntesis que hice intercambiando algunas frases con Ryan el presidente del grupo y con un rumano que estudiaba informática, nos fuimos con estas gringas todo el camino exponiendo las ideas y sueños que nos habían llevado hasta allá. Y al igual que Linda tenían una fascinación especial por el castellano. No hablaban mal pero requerían práctica. Así que ni tonto ni perezoso les ofrecí intercambio. Las tres aceptaron. Al final del paseo, en las cervezas de covent garden, se nos sumó Ryan, un búlgaro y Napoleon, un griego muy amistoso que me simpatizó de inmediato, especialmente cuando me dijo que yo debía “estar” (en inglés “estar” también es “ser”) en el Meditárraneo y porque repetía permanentemente tras algo que le pareciera acertado – brava, brava. Terminamos conversando de política internacional. Eran bastante críticos y profundos todos y cada uno en sus comentarios. Me cayeron bien las gringas, la menor tenía 21 y la mayor 24.


(Mientras escribo comienza a sentirse un viento con mucha personalidad, silba, se arremolina, se mete por hendiduras de puertas y ventanas y alcanza cada recodo de esta casa inmensa como el mundo. En el IPod suena la maravillosa “Suite: Clouds, Rain” de David Gates).


Ese mismo día pasé rápidamente al Sainsbury’s de mi barrio. Tenía invitados a cenar a Max y Carmen. Era una cena a lo inglés, a las 7:00pm. Cociné una de mis espacialidades -el error es voluntario- ya que es un invento volado creado en algún episodio santiaguino de “bajón de hambre”. El menú consistió en: Aperitivo, aceitunas con ají y fondos de alcachofas asados y trozados para servirlos con mini tostadas. Max me aceptó una cerveza, Carmen jugo de mango. El plato principal fue “la flor de belairasia”. Arroz con bastante curri al centro del plato y rodeado de una preparación compuesta por frutos del mar (trozos de pulpos, camarones, ostiones y machas) y frutos de la tierra (trozos de zapallo italiano, pimentón verde, rojo y amarillo, cebollín y tres tipos de ají). Además un bowl con ensalada de lechugas y tomate. Max trajo un vino francés delicioso. Cenamos temprano porque después nos fuimos a ver el partido de la selección chilena al Latin Corner Pub. Pese a que estaba atestado de colombianos, los dueños del bar y el público mayoritario, los locales en el fútbol y los perdedores también, todo el mundo terminó bailando y celebrando la clasificación de Chile al mundial. Llegaron también Alejandra y Gaby, las chilenas que había conocido a través de la beca, que a su vez llevaron a dos chilenas más, la madre de Gaby y su compañera de doctorado en Nottingham. Éramos la bancada chilena. También fueron Georgina, la mexicana amiga de Carmen y Mauricio, el colombiano simpático del empanadazo en casa de Carmen, con su novia alemana-turca. Terminamos muy tarde, como ya empieza a ser tradición, en un kebab.


Al otro día yo continué con mi hiking al sur de Londres. Salimos de Victoria Rail Station hacia Boxhill, a unos 50 minutos en tren. Si bien el paisaje podría no ser tan distinto a otro semicordillerano, recordé vívidamente mi cajón del Maipo, y no sólo por la traducción del nombre. Debo reconocer que no era el mejor estado para subir y bajar cerros por cerca de 5 horas. Napoleon ya no me dijo –brava, brava- cuando se lo comenté. A decir verdad tampoco estaba de ánimo de hacer esfuerzo por comunicarme. Pero sin proponérmelo, al ir con mi gorra de Brasil, muchos se me acercaron a preguntarme si era de allá. Todos estudiantes de distintas carreras, todos entre 19 y 23 años. Pero hubo un chico que desde un inicio me llamó la atención porque andaba con una cámara inocultable tomando fotos a los participantes en cada momento: subiendo, bajando, comiendo, cansado, riendo, saltando, etc. Kuba (diminutivo de Jacob en polaco) lleva dos años en Londres y viene de un pueblo al norte de Varsovia. Estudia matemáticas, física y astronomía, pero vibramos hablando de poesía y de cómo es posible integrar en el lenguaje mundos tan aparentemente concretos con otros tan aparentemente abstractos. Para poder pagar sus estudios trabaja en Waterstone’s, la librería, y además hace un sinnúmero de cosas que lo hacen un tipo muy interesante y especial. Respiré cuando me dijo que a él le tomó tres meses sentirse cómodo con el inglés. Ya me lo había dicho Clara parafraseando a Isabel Allende: es difícil parecer inteligente en otro idioma. Este chico “vivido” e inteligente en otro idioma no tiene más de 25 años.


El lunes quería descansar. Sin embargo Kuba me invitó a su casa porque celebraban el cumpleaños de su novia. No pude decir no. Llevé un vino chileno que apreciaron bastante. Gente muy amable, conversadora, amantes del arte y algunos del castellano. El que sea de Chile en general les parece cool (con una C que suena más bien como K y muy marcada). La convocatoria era tan mayoritariamente polaca como joven. La cumpleañera celebraba sus 21.


Esta última semana ya no me he sentido tan outsider. Dejé de ser el personaje de Murakami de los primeros días. Suelo ir a la biblioteca entre mis clases y observar a la gente que entra y sale. Me gusta reconocer esas bandejas con diversidad de frutos que hay fuera de los supermercados locales y empezar a hacerlos propios, cotidianos. Todas esas etnias, formas y colores, componen un cuadro hermoso. El miércoles fui a almorzar con Laura una italiana del sur que me dice papá porque ella está recién en sus 24. Además, sumé un nuevo intercambio con Samantha, una inglesa de pelo casi blanco y ojos puramente azules, con acento londinense y con muchas ganas de redimirse con el castellano, después de haber reprobado sus ramos en la carrera de literatura hispana. Hizo después una segunda carrera y es mi compañera en el Master. Quiere dedicarse a la política internacional aunque ama hacer radio como DJ. Sam tiene 23. Por último el miércoles en la noche fui a ver el partido de Chile con Ecuador en un local llamado Sport ubicado muy cerca de Trafalgar Square y la National Gallery. Ahí, de pie en una barra, junto a Iván un ecuatoriano y Bruno un peruano, ambos estudiantes de economía, figurábamos en medio de un tremendo local empapelado de plasmas con todos los partidos del mundo que se estaban jugando en ese momento, además de otros televisores con carreras de autos y otros deportes. Todo muy de niñitos hombres.


Hoy es el cumpleaños de mi madre. No puedo dejar de recordar, y ahora más, cómo por tanto tiempo hice gala de mi fe ciega de hijo pródigo. Hasta avanzada edad le creí a pie juntilla que tenía 25. Debí haber aprendido que no es buen negocio inmiscuirse en cálculos de edad y otros menesteres afines. Y mientras pienso en que me gustaría abrazarla y desearle la felicidad que merece, tampoco he dejado de pensar en ese anciano del tren y en lo que su vida le ha endosado, de modo tal que le sea tan difícil estar en paz. Yo; aunque la vida me haya implantado en este mundo prácticamente dos generaciones menores a mí, aunque tenga que desarrollar nuevas habilidades para jugar bien en estas canchas donde todos corren más veloz y se cansan menos, aunque deba no sólo tolerar sino aprender de sus conversaciones y vivencias, y aunque en esa tarea me vale no sólo mejorar mi inglés sino también otros lenguajes universales; me siento afortunado, felizmente desafiado, a tal punto que podría asegurar que a diferencia del viejo no me será difícil cerrar estos ojos ávidos de abrirlos al mundo. Sí, abro los ojos, abro los ojos, abro los ojos.


Nuevamente el IPod, esta vez Piazzolla y su Adiós Nonino. Me sonrío y grabo el texto.


miércoles, 7 de octubre de 2009

22.06.10.09


El ego que va en busca de su desapego, se encuentra cara a cara, frente al espejo, mueve su boca y hace gestos, pero no entiende, escucha pero esos sonidos no significan nada. De pronto se le frunce el rostro. El idiota balbucea pero ni siquiera eso es inteligible.



Fue una semana de recuperación de la gripe y de cambio de casa. El jueves ya pasé la noche en 4 Fortnam Road, a cuadras de Archwell por Holloway Road, Islington. Había pasado a comprar a Next Home, una tienda especializada en muebles y decoración de hogar pero con el estilo y el diseño local. Es decir, mucho dorado y volumen, floreado bien exagerado y telas peludas. Ahí compré un plumón, un cojín, dos almohadas y una sábana. Sí, textual, fue increíble que sólo vendieran la de abajo. Me acordé de Hahn y su “sábana de arriba”, a mí me hacía falta pero estaba solo y mi pieza aún es como un desierto. Ese día también compré algunos textos en Waterstone’s, así que finalmente decidí pedir un radiotaxi para cargar todo, incluido todo mi equipaje. Me llevó un chipriota con ya casi 30 años de estada por acá, muy simpático y singular, y con un –diría- orgulloso pero difícil-de-seguir acento árabe.

En la noche nos fuimos a cenar con Carmen a modo de despedida. Comimos en un restaurant vietnamita, delicioso y muy barato, ubicado en Shoreditch, un barrio que se ha convertido en un ícono de la bohemia y juerga alternativa. De ahí nos fuimos a un bar para juntarnos con Max que venía de una cena de negocios. El bar era el Kick, tradicional, con taca-tacas, televisores y muy amplio para albergar las hordas de fanáticos que ahí se reúnen para apreciar una de las máximas invenciones de este pueblo: el fútbol. Carmen tomó su clásico jugo de tomates; Max, haciendo gala de parisino y buen bebedor, su concentrado de licor de anís con la correspondiente jarra de agua; y yo, esta vez, sólo una diet coke con bastante hielo y una rodaja de limón.
El viernes fueron los drinks de bienvenida en UCL. En mi departamento, ciencia política, estuvo regada la cosa. Con mucha participación de estudiantes, profesores y administrativos. Para mi sorpresa, y en medio de un hacinamiento propio de los lugares donde se expende alcohol gratis, se sube a una mesa un flaco desgarbado, en sus 40, que si hubiera tenido pelo largo y no dejara entrever deliberadamente sus calzoncillos Calvin Klein, habría asegurado que era una versión posmoderna de Nito Mestre, y lanza un speech hacia el público tan generoso en buenas maneras como gotas de saliva. Ahí se fue armando un grupito de compañeros que decantó en la última bienvenida del día, la del Centro de Alumnos (la directiva tiene año sabático), donde continuamos con el licor de elección para estas ocasiones, vino blanco, pero en vaso. Se dio lugar una muy entretenida y divertida conversación de temas varios pero sin faltar nunca el ya recurrente tema de las costumbres y formas del lenguaje de cada uno de quienes convivimos en esta Torre de Babel.

Y llegó el sábado. Como ando acelerado no fue este día la excepción para estar despierto antes de las 8. Pero estaba bien ya que ese día era el ya tradicional “empanadazo” que Carmen organiza año a año para sus amigos no-chilenos. Una suerte de 18 chico en Londres y en el flat de Max y Carmen. Así que manos a la obra, entre los tres preparamos ensalada a la chilena, un suculento y enchilado pebre, su buen pisco souer y las susodichas empanadas. Los invitados comenzaron a llegar a las 2 de la tarde. Yo, obviamente, era el barman, aunque también ayudé a amasar. Nos pidieron música chilena para bailar, así que procedimos a las cumbias, rancheras y merengues que aparecían en las selecciones de música chilena de los buscadores de Internet. En esa dinámica de conversar, reír, comer y bailar cayó la noche como cierre de telón de una jornada memorable.

El domingo fui de compras al Sainsbury, desde ahora mi súper. El objetivo era aperarse de los insumos para los desayunos de la semana: cereal, té verde, jugo de naranja, leche descremada, pan negro de molde, paltas, plátanos y manzanas verdes. Decidí salir a caminar e ir al café de estos turcos curdos que conocí cerca de Highbury Park. Era un lugar perfecto para trabajar en el computador, conectado a Internet, ya que en mi casa está cortado por no pago de los anteriores arrendatarios, y disfrutar de una soleada-pero-no-tanto tarde dominguera. Ahí estuve, toda la tarde, registrando ramos, acreditándome en cuanta cosa, leyendo papers y hasta solicité mi Oyster de estudiante (la tarjeta BIP). El dato freak es que conocí a unos chilenos de la alta alcurnia y el dato top, es que cuando ya cerraban y era el último en quedar, no me dejaron pagar el escaso jugo que había consumido (de manzana, zanahoria y jengibre) y además me regalaron un panecillo dulce. Bueno, además de la generosidad de esa maravillosa gente, he empezado a disfrutar del estatus de estudiante y todo lo que eso produce en mis interlocutores.

En la noche, Vinay había organizado unos drinks de bienvenida de la casa. Fuimos los 4 roommates a un pub del barrio. Él es el antiguo del grupo, por lo que ello constituye grado aunque él intente permanentemente evadir dicha autoridad. Es el serio y es muy notorio cuando quiere hacer una broma. Hijo de padres nacidos en Kenia y avecindados en India mucho tiempo, él nació en Londres. Es más bajo que yo, usa la cabeza al cero para esconder su calvicie prematura, tiene unos anteojos similares a los míos, nariz persa, barba incipiente y de piel muy café. Vini, como le gusta que le digan, vive en la pieza inmediatamente al lado de la mía, ambos compartimos el primer piso (segundo para Chile). Arriba, en el segundo piso, en la pieza más chica, vive John, el tímido. Nacido en Reading, a unos 80 km de Londres, diseñador gráfico trabaja en la empresa del hermano, se mueve sólo en bicicleta, es muy rubio, alto, de párpados en expresión de tristeza, pero que lejos de parecerlo, denotan bondad y risa fácil. Por último, su vecino, el de arriba mío, en una pieza con baño en suite, es Anthony, el nervioso. También inglés, estudió algo así como auditoría y finanzas en Cambridge. Si bien por su aspecto físico no lo parece, es el más típico inglés. Más alto que yo pero menos que John, es de piel blanca pero de pelo casi negro. Viste muy elegante y cada vez que termina una frase lanza un par de carcajadas. Al principio pensaba que no entendía sus bromas, después me percaté que es una muletilla compensatoria. No ha sido fácil comunicarme con ellos. Entre su acento british en extremo -pero no el de la BBC, el londinense- y la velocidad de la conversación suelo perderme. Al final del día me lo recuerda un leve dolor de cabeza producto del esfuerzo y la concentración que requiere mantenerse adentro. También me lo recuerda esta permanente prueba a la humildad de estar todo el tiempo en una condición disminuida ante el resto. Nunca pensé que sería así sufrir esta suerte de analfabetismo comunicacional.

Ayer lunes a clases. Estoy a media hora de puerta a puerta vía Tube. Y no son más de 10 minutos el trayecto en metro propiamente tal. Esta universidad es increíble. Tengo acceso a todos los edificios de esta tremenda cuadra por medio de mi ID card, tengo wireless en todo este diámetro, todos mis apuntes están en Internet y los que no en una preciosa y extraordinaria biblioteca, desde donde ahora escribo. Ética Pública, unos de mis electivos, fue el primer ramo con que debuté. Me gasté la clase tratando de seguir al profe desgarbado, ese del discurso y los calzoncillos, y cuando lo lograba, me perdía con las numerosas intervenciones de mis compañeros. Quise pero no me atreví a intervenir. Eso me quedó dando vueltas. Se lo comenté a Carmen en la tarde cuando fuimos por una sopa del día. Su oficina de la U queda a metros de mis salas de clases. Sin embargo hoy, después de la clase de Relaciones Internacionales, hubo un seminario, con la mitad de los estudiantes. Había leído muy bien una de las lecturas recomendadas. En total su estudio me había tomado alrededor de 5 horas muy concentrado. Tuve que optar por una ya que no alcanzo a leer todo si en comparación me demanda más tiempo que a los otros. El seminario consistía en comentar las lecturas, y el profesor, como de mi edad, sólo hacía preguntas y guiaba la conversación. La sala tenía forma de U y yo me encontraba en la parte de abajo al frente del profesor hacia su derecha. Aunque me perdía permanentemente sabía bien de que estábamos hablando y no me aguanté y me tiré a la piscina. Y como si fuera poco opiné dos veces con algunos retrucos del profesor. No sé si habré dicho lo más inteligente o lo más apropiado, pero me sentí bien exponiendo mis ideas, buena o malas (no sé) pero mías como canta Lerner.

Antes de venirme a la biblioteca me topé con un cóctel en el hall de entrada, así que nuevamente me aproveché de mi condición y me comí una buena porción de aceitunas, almendras peladas (así se usa al parecer) y un vaso de agua. Desistí del vino, algo de pudor aún me queda.

Son las 10:23. Me sonríe un funcionario de la biblioteca que anda inspeccionando cuántos aún quedamos. Afuera, a través de una ventana con forma de arco se trasluce sutilmente la fina lluvia que no ha cesado de caer desde ayer. El domingo hizo mucho calor, ayer y hoy no tanto, sin embargo llueve. Es otro aspecto más que comienzo a entender de a poco, como a mis compañeros, como a cada uno de estos seres humanos que la vida me ha puesto al frente. Mientras tanto escucho “Plegaria para el alma de Layla” de Pedro Aznar y el invierno asoma su cara avisando que ha llegado para quedarse.