viernes, 16 de octubre de 2009

31.15.10.09


Abre los ojos, abre los ojos, abre los ojos… repentinamente evoqué el inicio de la película de Amenábar. Me pareció haberme dormido mientras iba en un tren hacia el sur de Londres. Al frente mío un hombre anciano. Esmeradamente vestido pero con ropas de moda probablemente hace 30 o 40 años atrás. No era calvo pero tenía poco pelo, mayoritariamente cano, y lo peinaba hacia atrás. Tenía la cara alargada, unas orejas prominentes y abiertas, sus pómulos desvencijados hacían juego con su rictus. Lo observé disimulada pero acuciosamente. Me recordaba algo o alguien. No sé en qué momento apareció en ese asiento del frente, de esos que suelen tener los trenes. Me percaté que pronto lo venció un sueño nervioso, se despertaba en cada parada de estación y reintentaba el proceso de dormir una y otra vez. Quería descansar y cerraba los ojos con fuerza, los apretaba arrugando el ceño, y con eso su cara ganaba una mayor expresión de preocupación, de peso, claramente se le dificultaba conciliar el sueño.


Todo partió un jueves. Ese día no tengo clases pero fui a la biblioteca a leer los numerosos textos que debo preparar. En la tarde había una exposición de un estadounidense de origen iraní que estaba a cargo de una empresa que gestionaba redes de profesionales jóvenes para trabajar en desarrollo. Asistí y me senté en primera fila. Más que interesarme el tema propiamente tal, me interesaba practicar mi oído con diferentes tipos de inglés. Al lado mío se sentó una nigeriana hermosísima, estaba muy bien arreglada, lucía un vestido en tonos claros, veraniego diría yo, con flores que hacían juego con el maquillaje y unas pestañas extremadamente largas y a la vez contrastaban con su piel negra y brillante. Hacía un master en derecho comparado. Al poco conversar me di cuenta que era una mujer muy inteligente y de carácter fuerte. Parecía hecha y derecha sin embargo tiene 23 años. Al final de la sesión se me acercó una chica esta vez muy blanca y colorina. También hermosa pero no tanto como Funmi, la nigeriana (es la abreviatura de su nombre irreproducible). Le había llamado la atención mi acento en una pregunta que había hecho. Me preguntó si hablaba italiano o español. Su nombre es Linda, irlandesa y realizaba su doctorado en estética. Conversamos un poco más que lo que se podría conversar en una situación como esta. Teníamos algunos intereses comunes, le preocupaba la ética en las organizaciones tal como a mí, pero lo que sin duda fue un gancho recíproco, era el interés por mejorar a través del otro nuestro idioma de interés. De este modo a partir de hoy jueves, una semana después, iniciamos nuestras sesiones de intercambio. Media hora español y media hora inglés. Linda hace mucho tiempo que está fuera de su casa, nació cerca de Cork al sur de Dublín, en el campo, estudió en la capital, estuvo un tiempo en España y ahora hace sus estudios en Londres. Toda una vida para sus recién cumplidos 24 años.


En una suerte de feria para mechones en UCL (freshers le llaman) hubo una oferta interminable de invitaciones a diferentes sociedades, desde las más clásicas hasta unas verdaderamente extrañas, como una que reclutaba interesados en reacondicionar objetos cotidianos y transformarlos en piezas de museos. No había un solo stand de los aproximadamente 100 del lugar que no tuviera inscritos. Yo me anoté en varios: Hiking y caminatas, músicos, poetas jóvenes, lengua española, música clásica, museos, pintura, cine, libros, etc. En todos puse mi orgulloso email de la universidad juan.moreno.09@ucl.ac.uk

(Los ingleses no usan el apellido materno por lo que piensan que el último nombre que ven corresponde al único apellido. Por supuesto que no quise cambiarlo, como mínimo homenaje a mi madre).


La sociedad de caminata y Hiking fue la primera en reaccionar y ya el mismo fin de semana tenía organizada una actividad para cada día. El sábado una caminata relajada. Hicimos un circuito desde la universidad, pasamos por el Hyde Park, Green Park y St. James Park (donde están las sillas de playa de la foto que tomé tres años atrás titulada “en Londres me espera una silla”). Pasamos por al lado del Buckingham, del Westminster y su Big Ben, el London Eye, Jubilee Gardens y terminamos como corresponde en Covent Garden Market con una cervecita refrescante. Como conocía estos lugares, al principio me entretuve contrastando el recorrido con un buen mapa que adquirí y que me ha permitido ubicarme bastante bien en Londres. Después se me acercaron dos francesas, una de Paris y otra de Marsella, conversamos una parte del paseo sobre cuáles eran sus ideas de investigación, una en el ámbito de la ingeniería, otra en el derecho. Me llamó la atención el compromiso público de su propósito de estudio. La conversación se difuminó cuando una de ellas, pensando que era español, me dijo en un castellano graciosamente afrancesado – Yo no sé español, sólo sé decir, hola, como estás, yo tengo 19 años. Hicimos una parada para comer algo. Cada uno debía llevar su comida. Yo llevé un yogurt líquido, un plátano y una manzana verde. Me senté junto a unas estadounidenses debajo de un monumento a unos soldados caídos en alguna de las tantas guerras. Una estaba haciendo un postgrado en sicología, otra en ciencia política y la otra estudiaba literatura inglesa. Encantadoras y de conversación muy fácil. Salvo un paréntesis que hice intercambiando algunas frases con Ryan el presidente del grupo y con un rumano que estudiaba informática, nos fuimos con estas gringas todo el camino exponiendo las ideas y sueños que nos habían llevado hasta allá. Y al igual que Linda tenían una fascinación especial por el castellano. No hablaban mal pero requerían práctica. Así que ni tonto ni perezoso les ofrecí intercambio. Las tres aceptaron. Al final del paseo, en las cervezas de covent garden, se nos sumó Ryan, un búlgaro y Napoleon, un griego muy amistoso que me simpatizó de inmediato, especialmente cuando me dijo que yo debía “estar” (en inglés “estar” también es “ser”) en el Meditárraneo y porque repetía permanentemente tras algo que le pareciera acertado – brava, brava. Terminamos conversando de política internacional. Eran bastante críticos y profundos todos y cada uno en sus comentarios. Me cayeron bien las gringas, la menor tenía 21 y la mayor 24.


(Mientras escribo comienza a sentirse un viento con mucha personalidad, silba, se arremolina, se mete por hendiduras de puertas y ventanas y alcanza cada recodo de esta casa inmensa como el mundo. En el IPod suena la maravillosa “Suite: Clouds, Rain” de David Gates).


Ese mismo día pasé rápidamente al Sainsbury’s de mi barrio. Tenía invitados a cenar a Max y Carmen. Era una cena a lo inglés, a las 7:00pm. Cociné una de mis espacialidades -el error es voluntario- ya que es un invento volado creado en algún episodio santiaguino de “bajón de hambre”. El menú consistió en: Aperitivo, aceitunas con ají y fondos de alcachofas asados y trozados para servirlos con mini tostadas. Max me aceptó una cerveza, Carmen jugo de mango. El plato principal fue “la flor de belairasia”. Arroz con bastante curri al centro del plato y rodeado de una preparación compuesta por frutos del mar (trozos de pulpos, camarones, ostiones y machas) y frutos de la tierra (trozos de zapallo italiano, pimentón verde, rojo y amarillo, cebollín y tres tipos de ají). Además un bowl con ensalada de lechugas y tomate. Max trajo un vino francés delicioso. Cenamos temprano porque después nos fuimos a ver el partido de la selección chilena al Latin Corner Pub. Pese a que estaba atestado de colombianos, los dueños del bar y el público mayoritario, los locales en el fútbol y los perdedores también, todo el mundo terminó bailando y celebrando la clasificación de Chile al mundial. Llegaron también Alejandra y Gaby, las chilenas que había conocido a través de la beca, que a su vez llevaron a dos chilenas más, la madre de Gaby y su compañera de doctorado en Nottingham. Éramos la bancada chilena. También fueron Georgina, la mexicana amiga de Carmen y Mauricio, el colombiano simpático del empanadazo en casa de Carmen, con su novia alemana-turca. Terminamos muy tarde, como ya empieza a ser tradición, en un kebab.


Al otro día yo continué con mi hiking al sur de Londres. Salimos de Victoria Rail Station hacia Boxhill, a unos 50 minutos en tren. Si bien el paisaje podría no ser tan distinto a otro semicordillerano, recordé vívidamente mi cajón del Maipo, y no sólo por la traducción del nombre. Debo reconocer que no era el mejor estado para subir y bajar cerros por cerca de 5 horas. Napoleon ya no me dijo –brava, brava- cuando se lo comenté. A decir verdad tampoco estaba de ánimo de hacer esfuerzo por comunicarme. Pero sin proponérmelo, al ir con mi gorra de Brasil, muchos se me acercaron a preguntarme si era de allá. Todos estudiantes de distintas carreras, todos entre 19 y 23 años. Pero hubo un chico que desde un inicio me llamó la atención porque andaba con una cámara inocultable tomando fotos a los participantes en cada momento: subiendo, bajando, comiendo, cansado, riendo, saltando, etc. Kuba (diminutivo de Jacob en polaco) lleva dos años en Londres y viene de un pueblo al norte de Varsovia. Estudia matemáticas, física y astronomía, pero vibramos hablando de poesía y de cómo es posible integrar en el lenguaje mundos tan aparentemente concretos con otros tan aparentemente abstractos. Para poder pagar sus estudios trabaja en Waterstone’s, la librería, y además hace un sinnúmero de cosas que lo hacen un tipo muy interesante y especial. Respiré cuando me dijo que a él le tomó tres meses sentirse cómodo con el inglés. Ya me lo había dicho Clara parafraseando a Isabel Allende: es difícil parecer inteligente en otro idioma. Este chico “vivido” e inteligente en otro idioma no tiene más de 25 años.


El lunes quería descansar. Sin embargo Kuba me invitó a su casa porque celebraban el cumpleaños de su novia. No pude decir no. Llevé un vino chileno que apreciaron bastante. Gente muy amable, conversadora, amantes del arte y algunos del castellano. El que sea de Chile en general les parece cool (con una C que suena más bien como K y muy marcada). La convocatoria era tan mayoritariamente polaca como joven. La cumpleañera celebraba sus 21.


Esta última semana ya no me he sentido tan outsider. Dejé de ser el personaje de Murakami de los primeros días. Suelo ir a la biblioteca entre mis clases y observar a la gente que entra y sale. Me gusta reconocer esas bandejas con diversidad de frutos que hay fuera de los supermercados locales y empezar a hacerlos propios, cotidianos. Todas esas etnias, formas y colores, componen un cuadro hermoso. El miércoles fui a almorzar con Laura una italiana del sur que me dice papá porque ella está recién en sus 24. Además, sumé un nuevo intercambio con Samantha, una inglesa de pelo casi blanco y ojos puramente azules, con acento londinense y con muchas ganas de redimirse con el castellano, después de haber reprobado sus ramos en la carrera de literatura hispana. Hizo después una segunda carrera y es mi compañera en el Master. Quiere dedicarse a la política internacional aunque ama hacer radio como DJ. Sam tiene 23. Por último el miércoles en la noche fui a ver el partido de Chile con Ecuador en un local llamado Sport ubicado muy cerca de Trafalgar Square y la National Gallery. Ahí, de pie en una barra, junto a Iván un ecuatoriano y Bruno un peruano, ambos estudiantes de economía, figurábamos en medio de un tremendo local empapelado de plasmas con todos los partidos del mundo que se estaban jugando en ese momento, además de otros televisores con carreras de autos y otros deportes. Todo muy de niñitos hombres.


Hoy es el cumpleaños de mi madre. No puedo dejar de recordar, y ahora más, cómo por tanto tiempo hice gala de mi fe ciega de hijo pródigo. Hasta avanzada edad le creí a pie juntilla que tenía 25. Debí haber aprendido que no es buen negocio inmiscuirse en cálculos de edad y otros menesteres afines. Y mientras pienso en que me gustaría abrazarla y desearle la felicidad que merece, tampoco he dejado de pensar en ese anciano del tren y en lo que su vida le ha endosado, de modo tal que le sea tan difícil estar en paz. Yo; aunque la vida me haya implantado en este mundo prácticamente dos generaciones menores a mí, aunque tenga que desarrollar nuevas habilidades para jugar bien en estas canchas donde todos corren más veloz y se cansan menos, aunque deba no sólo tolerar sino aprender de sus conversaciones y vivencias, y aunque en esa tarea me vale no sólo mejorar mi inglés sino también otros lenguajes universales; me siento afortunado, felizmente desafiado, a tal punto que podría asegurar que a diferencia del viejo no me será difícil cerrar estos ojos ávidos de abrirlos al mundo. Sí, abro los ojos, abro los ojos, abro los ojos.


Nuevamente el IPod, esta vez Piazzolla y su Adiós Nonino. Me sonrío y grabo el texto.


miércoles, 7 de octubre de 2009

22.06.10.09


El ego que va en busca de su desapego, se encuentra cara a cara, frente al espejo, mueve su boca y hace gestos, pero no entiende, escucha pero esos sonidos no significan nada. De pronto se le frunce el rostro. El idiota balbucea pero ni siquiera eso es inteligible.



Fue una semana de recuperación de la gripe y de cambio de casa. El jueves ya pasé la noche en 4 Fortnam Road, a cuadras de Archwell por Holloway Road, Islington. Había pasado a comprar a Next Home, una tienda especializada en muebles y decoración de hogar pero con el estilo y el diseño local. Es decir, mucho dorado y volumen, floreado bien exagerado y telas peludas. Ahí compré un plumón, un cojín, dos almohadas y una sábana. Sí, textual, fue increíble que sólo vendieran la de abajo. Me acordé de Hahn y su “sábana de arriba”, a mí me hacía falta pero estaba solo y mi pieza aún es como un desierto. Ese día también compré algunos textos en Waterstone’s, así que finalmente decidí pedir un radiotaxi para cargar todo, incluido todo mi equipaje. Me llevó un chipriota con ya casi 30 años de estada por acá, muy simpático y singular, y con un –diría- orgulloso pero difícil-de-seguir acento árabe.

En la noche nos fuimos a cenar con Carmen a modo de despedida. Comimos en un restaurant vietnamita, delicioso y muy barato, ubicado en Shoreditch, un barrio que se ha convertido en un ícono de la bohemia y juerga alternativa. De ahí nos fuimos a un bar para juntarnos con Max que venía de una cena de negocios. El bar era el Kick, tradicional, con taca-tacas, televisores y muy amplio para albergar las hordas de fanáticos que ahí se reúnen para apreciar una de las máximas invenciones de este pueblo: el fútbol. Carmen tomó su clásico jugo de tomates; Max, haciendo gala de parisino y buen bebedor, su concentrado de licor de anís con la correspondiente jarra de agua; y yo, esta vez, sólo una diet coke con bastante hielo y una rodaja de limón.
El viernes fueron los drinks de bienvenida en UCL. En mi departamento, ciencia política, estuvo regada la cosa. Con mucha participación de estudiantes, profesores y administrativos. Para mi sorpresa, y en medio de un hacinamiento propio de los lugares donde se expende alcohol gratis, se sube a una mesa un flaco desgarbado, en sus 40, que si hubiera tenido pelo largo y no dejara entrever deliberadamente sus calzoncillos Calvin Klein, habría asegurado que era una versión posmoderna de Nito Mestre, y lanza un speech hacia el público tan generoso en buenas maneras como gotas de saliva. Ahí se fue armando un grupito de compañeros que decantó en la última bienvenida del día, la del Centro de Alumnos (la directiva tiene año sabático), donde continuamos con el licor de elección para estas ocasiones, vino blanco, pero en vaso. Se dio lugar una muy entretenida y divertida conversación de temas varios pero sin faltar nunca el ya recurrente tema de las costumbres y formas del lenguaje de cada uno de quienes convivimos en esta Torre de Babel.

Y llegó el sábado. Como ando acelerado no fue este día la excepción para estar despierto antes de las 8. Pero estaba bien ya que ese día era el ya tradicional “empanadazo” que Carmen organiza año a año para sus amigos no-chilenos. Una suerte de 18 chico en Londres y en el flat de Max y Carmen. Así que manos a la obra, entre los tres preparamos ensalada a la chilena, un suculento y enchilado pebre, su buen pisco souer y las susodichas empanadas. Los invitados comenzaron a llegar a las 2 de la tarde. Yo, obviamente, era el barman, aunque también ayudé a amasar. Nos pidieron música chilena para bailar, así que procedimos a las cumbias, rancheras y merengues que aparecían en las selecciones de música chilena de los buscadores de Internet. En esa dinámica de conversar, reír, comer y bailar cayó la noche como cierre de telón de una jornada memorable.

El domingo fui de compras al Sainsbury, desde ahora mi súper. El objetivo era aperarse de los insumos para los desayunos de la semana: cereal, té verde, jugo de naranja, leche descremada, pan negro de molde, paltas, plátanos y manzanas verdes. Decidí salir a caminar e ir al café de estos turcos curdos que conocí cerca de Highbury Park. Era un lugar perfecto para trabajar en el computador, conectado a Internet, ya que en mi casa está cortado por no pago de los anteriores arrendatarios, y disfrutar de una soleada-pero-no-tanto tarde dominguera. Ahí estuve, toda la tarde, registrando ramos, acreditándome en cuanta cosa, leyendo papers y hasta solicité mi Oyster de estudiante (la tarjeta BIP). El dato freak es que conocí a unos chilenos de la alta alcurnia y el dato top, es que cuando ya cerraban y era el último en quedar, no me dejaron pagar el escaso jugo que había consumido (de manzana, zanahoria y jengibre) y además me regalaron un panecillo dulce. Bueno, además de la generosidad de esa maravillosa gente, he empezado a disfrutar del estatus de estudiante y todo lo que eso produce en mis interlocutores.

En la noche, Vinay había organizado unos drinks de bienvenida de la casa. Fuimos los 4 roommates a un pub del barrio. Él es el antiguo del grupo, por lo que ello constituye grado aunque él intente permanentemente evadir dicha autoridad. Es el serio y es muy notorio cuando quiere hacer una broma. Hijo de padres nacidos en Kenia y avecindados en India mucho tiempo, él nació en Londres. Es más bajo que yo, usa la cabeza al cero para esconder su calvicie prematura, tiene unos anteojos similares a los míos, nariz persa, barba incipiente y de piel muy café. Vini, como le gusta que le digan, vive en la pieza inmediatamente al lado de la mía, ambos compartimos el primer piso (segundo para Chile). Arriba, en el segundo piso, en la pieza más chica, vive John, el tímido. Nacido en Reading, a unos 80 km de Londres, diseñador gráfico trabaja en la empresa del hermano, se mueve sólo en bicicleta, es muy rubio, alto, de párpados en expresión de tristeza, pero que lejos de parecerlo, denotan bondad y risa fácil. Por último, su vecino, el de arriba mío, en una pieza con baño en suite, es Anthony, el nervioso. También inglés, estudió algo así como auditoría y finanzas en Cambridge. Si bien por su aspecto físico no lo parece, es el más típico inglés. Más alto que yo pero menos que John, es de piel blanca pero de pelo casi negro. Viste muy elegante y cada vez que termina una frase lanza un par de carcajadas. Al principio pensaba que no entendía sus bromas, después me percaté que es una muletilla compensatoria. No ha sido fácil comunicarme con ellos. Entre su acento british en extremo -pero no el de la BBC, el londinense- y la velocidad de la conversación suelo perderme. Al final del día me lo recuerda un leve dolor de cabeza producto del esfuerzo y la concentración que requiere mantenerse adentro. También me lo recuerda esta permanente prueba a la humildad de estar todo el tiempo en una condición disminuida ante el resto. Nunca pensé que sería así sufrir esta suerte de analfabetismo comunicacional.

Ayer lunes a clases. Estoy a media hora de puerta a puerta vía Tube. Y no son más de 10 minutos el trayecto en metro propiamente tal. Esta universidad es increíble. Tengo acceso a todos los edificios de esta tremenda cuadra por medio de mi ID card, tengo wireless en todo este diámetro, todos mis apuntes están en Internet y los que no en una preciosa y extraordinaria biblioteca, desde donde ahora escribo. Ética Pública, unos de mis electivos, fue el primer ramo con que debuté. Me gasté la clase tratando de seguir al profe desgarbado, ese del discurso y los calzoncillos, y cuando lo lograba, me perdía con las numerosas intervenciones de mis compañeros. Quise pero no me atreví a intervenir. Eso me quedó dando vueltas. Se lo comenté a Carmen en la tarde cuando fuimos por una sopa del día. Su oficina de la U queda a metros de mis salas de clases. Sin embargo hoy, después de la clase de Relaciones Internacionales, hubo un seminario, con la mitad de los estudiantes. Había leído muy bien una de las lecturas recomendadas. En total su estudio me había tomado alrededor de 5 horas muy concentrado. Tuve que optar por una ya que no alcanzo a leer todo si en comparación me demanda más tiempo que a los otros. El seminario consistía en comentar las lecturas, y el profesor, como de mi edad, sólo hacía preguntas y guiaba la conversación. La sala tenía forma de U y yo me encontraba en la parte de abajo al frente del profesor hacia su derecha. Aunque me perdía permanentemente sabía bien de que estábamos hablando y no me aguanté y me tiré a la piscina. Y como si fuera poco opiné dos veces con algunos retrucos del profesor. No sé si habré dicho lo más inteligente o lo más apropiado, pero me sentí bien exponiendo mis ideas, buena o malas (no sé) pero mías como canta Lerner.

Antes de venirme a la biblioteca me topé con un cóctel en el hall de entrada, así que nuevamente me aproveché de mi condición y me comí una buena porción de aceitunas, almendras peladas (así se usa al parecer) y un vaso de agua. Desistí del vino, algo de pudor aún me queda.

Son las 10:23. Me sonríe un funcionario de la biblioteca que anda inspeccionando cuántos aún quedamos. Afuera, a través de una ventana con forma de arco se trasluce sutilmente la fina lluvia que no ha cesado de caer desde ayer. El domingo hizo mucho calor, ayer y hoy no tanto, sin embargo llueve. Es otro aspecto más que comienzo a entender de a poco, como a mis compañeros, como a cada uno de estos seres humanos que la vida me ha puesto al frente. Mientras tanto escucho “Plegaria para el alma de Layla” de Pedro Aznar y el invierno asoma su cara avisando que ha llegado para quedarse.