martes, 6 de abril de 2010

Notas de hibernación

Ha pasado el invierno. Bueno, en Londres es un decir, una convención. Los días siguen fríos, no ha parado de llover y aunque está oscureciendo cada vez más tarde, se ha generado una necesidad que no había experimentado antes. Y me pregunto, por qué ni los Tudor o algún otro monarca ofrecieron su reino por un poco de luz y calor. En mis mejores días pienso que hay dos posibilidades de apreciar este clima. Desde la impotencia de tener permanentemente días nublados y fríos, o desde la esperanza de recibir, cuando algo o alguien esté de ánimo, un momento de calor de un sol bastante tímido pero tan necesario al fin y al cabo. Qué básico puede llegar a ser nuestra necesidad. Qué atávica se vuelve la satisfacción ante la escasez. Hoy siento que hay cosas, como un rayo de sol en la cara, que puede hacerme el hombre más feliz de este mundo, y de otros también.

Hace mucho que no escribo en este lugar. He tomado sin embargo y como siempre, mis notas y uno que otro verso que se anima a nacer de vez en cuando. Por otro lado, tengo una lista de actividades que narrar: Mis paseos a los mercaditos del “otro London” como les llamo: Portobello market en Notting Hill, Borough market o Camden Lock. Mis cafecitos o cenas con Carmen y Max (entre ellas una vez con su adorable prima, otra con amigos de Francia, etc.) o las saliditas conversadas que tuvimos con Max cuando Carmen estaba en Chile. Las cenas iraní o etíope (por nombrar algunas) en restaurantes “baratos” que encuentro en mi guía Time out. La cena de navidad con la sociedad de hiking en un restaurante indio, con un cierre de jornada en un club donde Ryan, el líder circunspecto y correcto, terminó bailando breakdance y una mezcla de Michael Jackson y Juan Antonio Labra al centro de un ronda que le hicimos entre varios. La cena de navidad con los becarios chilenos y el juego del amigo secreto. Haber conocido en esa ocasión a Yasna con quien hemos ido construyendo una amistad tan necesaria como enriquecedora. Mis visitas al Tate Modern y mis tardes enteras en mi sala preferida con los surrealistas: the dream and the poetry. Salir del Tate a la hora más bella del día y ver el crepúsculo sobre el domo de la catedral de Saint Paul. Perder el vuelo a Belfast y la cena de año nuevo con mis amigos, y sentirse el idiota más grande que pisa la tierra y otras vaguedades. Mirar los fuegos artificiales del London Eye, de pie por horas en el Embankment a la orilla del Thames. Mis idas y fantasías en el gym, mis clases de yoga y las sesiones desabridas de biodanza. La complicidad de compañeros de clase, algunos chilenos, otros del mundo, organizándose mejor cuando se trata de las salidas al Mestizo u otro boliche de baile y jarana. Mi amistad con Emiliano y el esfuerzo de romper con los patrones de la amistad con otros hombres. Mi amistad con Louise, una inglesa de libro, de Liverpool, arquitecta, amiga de Vinay y que ha sido una buena compañera de viaje. Mis paseos por el día a las ciudades de Bath, Canterbury y Oxford, con Emiliano mi amigo mexicano y con Fabiola mi amiga peruana asentada en Chile desde hace mucho tiempo. Algunas fiestas en casa de Mauricio y Ozlem, o de Gaia donde fui DJ con sólo música de los ‘70. Mi lenta inserción en las fiestas con mis demasiado-jóvenes compañeros de Masters. Mi amistad con Laurita. Mis salidas (y entrada) con mis compañeras de italiano. Mis cafés frustrados con cualquier chica: todas piensan a priori que se trata de un date (cita).

También podría escribir sobre todo lo que me sucede cuando ando por las calles de Londres. Mirar a la gente todo el tiempo, cuando toman un bus y ríen nerviosos, ¿por qué la gente ríe cuando se suben a un bus en grupo? Sacarse los audífonos del Ipod y escuchar, aunque en tube (metro) eso es imposible. Nunca imaginé un lugar tan repleto de personas y que todas vayan en el más sepulcral de los silencios, todos leen, lo que sea, todos escuchan música o alguna cosa que los aísle. Ya no me llama tanto la atención la diversidad étnica como este metro inmutable… bueno, sí hay algo, pero eso ya se sabe, la más extraordinaria diversidad de belleza disponible. Y recuerdo a mi amigo Rivas y su sabia frase sobre la conveniencia de enamorarse de una mujer bella de cara más que de cuerpo. Y recuerdo el libro que tenemos pendiente con Johnny sobre la categorización de culos. Y recuerdo que estoy ahí en medio, que no es una película, y retorno a la más bien estática (que dinámica) del underground.

Pero esta vez no escribiré una crónica de cada uno de los hechos que he experimentado en esta hibernación de invierno londinense. Sólo transcribiré mis notas y algunos párrafos de conversaciones con amigos (pido excusas por el abuso de confianza). Había decidido no escribir más prosa, inclusive esta anti-bitácora, porque nunca ha aspirado a serlo pero por sobre todo porque de una u otra forma me obliga y me aprieta en mi escritura. Pero finalmente aquí estoy, compartiendo lo que me ha sucedido en ciertos instantes de los cuales circunstancialmente dejé registro. Hay otros momentos, como suspiros, que sólo se quedan perdidos en mi espacio vital, invisibles, y que de a poco son arrastrados a la desmemoria por el viento como el agua, inexorablemente pero con un destino inmenso como mar.

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Querida, son las 4:13pm y el sol ya se puso hace más de 20 minutos. Queda sólo la luz proyectada en la esfera celeste de un sol que ya se fue hacia otras latitudes. No está nevado, porque anteayer llovió y se llevó la nieve acumulada, sin embargo, pese al frío, está muy agradable. Hay una claridad muy apropiada para los días que se celebran.

Aquí todos festejan el 25 (no el 24 en la noche) por lo que hoy la gente no está en las calles, tampoco hay transporte público. Todo está en silencio, todo está en paz. Mis housemates están con sus familias en sus respectivos pueblos. Yo estoy solo, pero me siento en una extraña situación, como si fuera un espectador de lo que sucede allá afuera, o allá adentro de esos hogares, de esos corazones que se abren y se acompasan colectivamente en un tono de bondad y felicidad. Todos hacen fuerza por sentirse mejor, al menos en un día como hoy.

Yo la pasé con gente desconocida pero amables, probablemente algunos de ellos serán mis amigos más adelante, quién sabe. Cenamos y conversamos trivialidades unas más interesantes que otras. Finalmente los invitados tuvieron que marcharse antes de las 12 ya que el transporte público dejaba de funcionar por ser un feriado respetado por todos. Así que estuve solo a las 12, o conmigo, pero mirando fotos de mi familia, amigos y de mí mismo. Me gustan mis fotos. Hay tanto por ver en ellas. Son pequeños retratos de Dorian Gray donde puedo detectar las marcas del que era en los días que fui retratado.

Es increíble como la Navidad puede -porque no es siempre- generar un espíritu colectivo de reencuentro, apertura y bondad. Cada vez aprecio más esa posibilidad. Cada uno en consecuencia es capaz de conectarse en esa vibración ¿Por qué es tan difícil entonces?

Yo deseo que la felicidad llegue natural y leve, que se deposite sutilmente sobre la gente que amo como una pluma aterrizando desde un cielo más alto que el conocido.

Me gustan estos ritos. Me gusta que los niños -y los adultos también-disfruten la Navidad con el ansia que todo niño merece vivirla.

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No sé muy bien como estoy amigo mío. Yo creo que estoy bien porque estoy en un estado de permanente expectación y asombrándome a diario de las diversas cosas que van sucediendo, adentro y afuera. Me gusta estar en esta situación de aprendizaje. De estudiante, en lo formal, pero mucho más de aprendiz, desde lo profundo. Yo también he cambiado mucho, y una de las características que quizás mejor lo expresa es la capacidad de aceptar esta nueva persona, tallada de manera irreversible. Aprender a decir ¿por qué no? Y vérselas con las preguntas que vienen como olas. ¿Y por qué no quedarme más tiempo? ¿Y por qué no estudiar literatura? ¿Y por qué no renunciar a la "carrera" y estudiar lo que me produce placer desde que tenía uso de emoción? He redescubierto la filosofía y me tiene atrapado, desde la ética que como desasosiego esencial se me aparece como urgencia para mí y el mundo que quiero construir. O la propia literatura ya mencionada con su particular manera de decir todo lo necesario para vivir. Y de verdad querido, así como extraño muchas cosas de Chile o de mi vida por allá, hay un sinnúmero de cosas que aquí me apasionan y que he descubierto o reencontrado que me seducen fuertemente. De Chile extraño la cotidianeidad de mis días plácidos. Las conversaciones, las comidas, los cafés con amigos. También mis lugares, mis cielos, mis calles, mis rutas, y digo "mis" no desde la posesión sino desde la tremenda pertenencia que siento hacia ciertas cosas, que van más allá de Chile, o de la familia, que es lo que normalmente extraña el resto de la gente. Me he entregado al destino y su sabiduría. No sé bien entonces qué viene para mí.

Me quedo reflexionando sobre la conciencia de ese cambio, y que estoy seguro, en algunos casos, no soporta el estadio antiguo. Intuyo que lo complejo de cambiar y de asumir ese cambio no sólo radica en nuestra propia aceptación sino también en el nuevo trato que se debe hacer con nuestro pasado y presente, y que involucra gente, dinámicas, costumbres, ritos. Mi aproximación es que no cuesta tanto desligarse de aquellos escenarios donde ya no nos sentimos cómodos y el costo emocional es bajo o nulo. Pero, por el otro lado, en aquellos otros que sí hay costo, la amalgama frente a ellos es el verdadero amor que allí yace (sino -creo- no sentiríamos ese eventual costo). Es una posibilidad. Las relaciones también deben madurar. El relacionarse con los amigos, por ejemplo, no puede ser sobre la base de cómo lo hacíamos en el colegio, en la universidad, o en una época determinada. Creo que siempre es el resultado del compromiso como base de aquella relación y que permite flexibilizarnos, escucharnos, adaptarnos y aceptarnos en nuestra evolución. A veces uno podría pensar que el no compartir lugares comunes tiende a separarnos pero creo que desde el pacto de amistad sincero y valiente -una vez más- surge la posibilidad de aprovechar aquellos espacios que sí compartimos, aunque sean pocos. Incluso puede no haber espacio, pero la amistad verdadera no tiene tiempo y permanecerá viva pese a la distancia física, de credos, de actividades, o lo que sea.

Sí, eso es lo que quiero. Si alguna vez soy reconocido, sólo me gustaría que fuera como poeta. El resto es bienvenido pero no es esencial, ni siquiera importante. No sé si quiero volver a Chile, me refiero a vivir todo el tiempo allí, a veces me gustaría y otras no. En este momento no lo sé. Y sobre la gente, menos lo sé. Me aburren, no tengo paciencia. Alguien medio en broma una vez me dijo que yo era como en el despotismo ilustrado: todo para el pueblo pero sin el pueblo. Creo que es cierto. Hoy más que nunca me he enamorado profundamente de la discusión ética, esa que se basa esencialmente en el status moral de los seres, pero basta que esté más de una temporada en un grupo humano para aburrirme. Eso no lo termino por entender. Por otra parte, ya no me interesa tener un cargo, una posición exitosa, ni siquiera el dulce reconocimiento de hacer bien las cosas en el trabajo. Hasta ese punto ha llegado mi desprendimiento. Primero fue desafectarse del poder, lo he tenido y he podido aspirar a mucho más; y hoy veo el triste espectáculo de como amigos, pares y conocidos muestran sus miserias en épocas difíciles para Chile y su futuro. Nadie quiere perder influencia, menos sus trabajos, y a mí no sólo me interesa nada la posición por la cual textualmente algunos están dispuestos a matar, sino además cualquier cargo que pueda imaginar me hace bostezar instantáneamente. Si viniera alguien y me dijera: te pago la misma –escuálida- beca que hoy tengo para que te dediques a estudiar, leer y escribir. Firmo inmediatamente. Hasta renunciaría a la vida cómoda que tenía en Chile y que muchas veces extraño desde mi vida sencilla aquí en Londres.

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Murió la madre de mi amigo
Y aunque tengo la certeza
- esa que el dolor enseña -
que no sé bien de lo que hablo
también lloro su partida

Como no sentirla si compartimos la misma piel, desde aquel tiempo, cuando éramos niños, sin mucha conciencia de sí mismo, hasta que un día decidimos entrelazar vidas.

¡Créeme que tu herida
a mí también me duele!

Ese tan parecido a mi compañero de clase y otras lecciones, cuando éramos hermosos, cantábamos a dos voces la paradojal canción para mi muerte, en la banda de vida, los Lyner.

Tengo un dolor –creo que sí-
de aquellos que se es cierto sufrir
que no sé bien que es lo que duele
pero mi llanto es inespecífico
expía mis tristezas acumuladas

Era tan simple vivir la eterna vida. Para reunirse bastaba acordar la mitad del camino. No importaba ese desierto abismal entre nuestras casas. Ese terreno baldío que ahora es una multitienda y un condominio completamente amurallado. En esos días, el calor aplastante del verano, lo volvíamos verde y fresco de risas, de canciones e historias que contar.

Y miro el teléfono, el correo, miro lejos. Tengo un miedo profundo. A nada ni nadie que me asesine, no, no es mucho lo que pierdo muriendo. Tengo miedo a lo que duele en vida.

¿Dónde está mi victoria? Me gustaría preguntarle a Floridor. La recompensa allá fuera de este calabozo. Cómo sabía él de ella y de su espera.

Murió la madre de mi amigo
Y aunque tengo la certeza
- esa que se conoce con el dolor -
Que no sé bien de lo que hablo
También lloro a mi madre

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He cumplido el nivel básico de un curso de italiano. El francés ha quedado pospuesto para más adelante. Disfruto mucho más el italiano, por ahora, y aunque mucho menos de lo que yo pensaba, se me ha hecho un poco más sencillo como hispanohablante. Y aunque hubo opiniones, de esos hombres razonables que tienen el mundo como está, que debiera seguir estudiando inglés para mejorarlo, hice caso omiso de ello y me embarqué en el estudio de esta lengua. El primer trimestre había hecho un curso de inglés sin embargo, pero una vez realizada mi evaluación, concluí que no fue mucho lo que me aportó. Bueno, salvo reírme en silencio de mi profesor, que era un Hugh Grant venido a menos, muy simpático, de sonrisa leve, un dandi de punta a cabo, vestido siempre en combinación café y rosado y que hablaba en voz tan baja que me costaba mucho escucharle. Pero en él prevalecía el canon inglés que mandata a los caballeros el control del volumen, entre otras cosas que suelen desamarrar en el pub.

Así que me inscribí en el Instituto Italiano de Cultura. Y mi experiencia auditiva cambió. A las dos profesoras que tengo siempre les escucho. Me entretiene su carácter. Prefiero un buen tono, sin miedo, sin precaución pero es palabra y gesto auténtico y directo.

En una de las clases iniciales, la profesora preguntó a cada uno de nosotros porque queríamos aprender italiano, unos dijeron “por trabajo”, otros “por placer”, hasta que llegó mi turno, no sabía que decir ¿era por belleza? sí, ¿por placer? también, pero no sé porque dije: por amor. La profesora inclinó la cabeza hacia un lado, como lo hacen los perros cuando ponen cara de pregunta, esperaba sin duda una breve fundamentación a tal respuesta. Ahí, un poco más consciente de mis dichos, simplemente señalé: para mi futuro amor.

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El sábado pasado en la mañana, dormía aún hasta que la alarma de mensaje de texto a mi celular sonó como una lápida. Era Louise, mi amiga inglesa, que me alertaba de las malas nuevas en Chile. Hasta ahora que sólo recién supe de mis seres queridos, que sólo recibo basura de la televisión chilena, descoordinación en las autoridades y una serie de oportunistas intentando ganar a expensas de un Chile anestesiado, experimento como mi boca se empieza a sellar, es un knock out en cámara lenta. Me apuro, me desdoblo e intento escribir estas palabras…

Queda en evidencia que Chile era una carcaza. Se caen las paredes, la tecnología, la soberbia, las supercarreteras y adentro no hay nada, está vacío, se murió el alma. Chile es un país sin alma. Tan distinto a como dicen que era y tan distinto a lo que aspira a ser.

La muerte de tío Mario es un garrotazo. Lo quise mucho. Hubo un tiempo cuando los encuentros con mi padre estaban extraviados, donde él estuvo muy presente, como amigo y ocupando un espacio específico que necesitaba. Me siento afortunado de haberlo tenido como tío, cercano en épocas difíciles, buena onda, mas lejano en otros tiempos, pero sólo desde lo físico, ya que sabía que era incondicional en cuanto lo necesitara. Quizás así será de ahora en adelante, en su ausencia física. Pero estos malos días han sido de mucha comunicación con su recuerdo. He agradecido y también he sentido su partida, creo que es bueno no dejar de hacerlo.

A su familia, que es la mía, aunque en nuestra dinámica a veces es sólo un dato, le deseo que el recuerdo de un hombre, imperfecto, buena persona y querendón, alegre y simpático, llene ese vacío que nos deja. Bueno ese hombre que el destino quiso que fuera uno de mis tíos preferidos, ese hombre que fue padre.

Al mío, le deseo descanso y un llanto reparador. Fue un dolor accesorio pensar en que tuvo una vez más que asumir el rol de soportar la estantería. Ver a su madre sufrir por la pérdida de un hijo, ver a su hermano tendido sin vida en una cama pública pero higiénica, y la condena perpetua de repasar todo lo no dicho, lo pendiente, en esa vida compartida, arrebatada de un momento a otro.

Días después, al igual que medio Chile, estoy apagado.

Recuerdo los versos de un poema mortinato de mi autoría:

“¿Por qué tendremos que necesitar seguir? Y no sea una decisión trivial detenerse. Salirse del juego, pedir minuto ¿puedo pedir tiempo?”

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Voy al revés de los mortales
(lo que no asegura vida eterna)
mientras más viejo estoy
más cuestiono cosas fundamentales
pero no sólo por ejercicio
sino por el sueño de que cambien

Voy al revés de los mortales
Mientras más viejo
Más incómodo
Más insatisfecho
Más pelucón
Más revolucionario

Aunque muera en la guerrilla
a manos de mis propios compañeros

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No tuve vacaciones para las fiestas de fin de año. Así que decidí tomármelas en medio del segundo term. Y el destino no podía ser sino Andalucía, España. Siguiendo los consejos de Juan y Elena, partí en Jerez de la Frontera. ¿La frontera? ¿Sólo religiosa? Fue una felicidad tan palpable aterrizar en ese suelo y sentir, al bajar del avión, un olor distinto, una mezcla de brisa de mar, palma y pueblo. Estuve en Tío Pepe, donde hacen el famoso Jerez o Cherry. Ahí empezó todo, mi idilio con el Pedro Ximenez (puede ser Canasta también, pero es mucho menor). Nunca pensé disfrutar a tal punto el vino dulce, bien frío y con alguna tapa. Y aunque la lluvia me pilló desprevenido, recorrí por el día una ciudad que me pareció mucho más de lo que esperaba: plazas, calles y edificios maravillosos de influencia árabe. Pero el mercado de abastos me tocó, cómo recordé mis tiempos de niño, cuando iba con mi madre por las compras y tenía esa indestructible seguridad de ir con ella. En España se fuma en los cafés, pero un cortadito bien vale la pena como break para continuar con la lectura de la joyita que encontré en la biblioteca de UCL: Los poetas comunicantes de Mario Benedetti. Un libro con entrevistas a Roque Dalton, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Idea Vilariño, Fernández Retamar y Eliseo Diego, Ernesto Cardenal, Adoum, Gutiérrez y el impresionante Gelman. Me conmueve como hablan de la Revolución en el año 71, mi año, especialmente porque sé, como una trampa, lo que ha sucedido después, con ellos y conmigo mismo.

Luego, lamentablemente saqué boleto directo a Sevilla, pero ya había algo que me hizo intuir sacarlo desde Cádiz (que está en sentido contrario a Sevilla), y estar así al menos unos minutos en otra ciudad al lado del mar. Bueno, resultaba que se celebraba ese fin de semana el famoso carnaval de Cádiz. Como digo, no pude quedarme pero pude apreciar lo importante y entretenido que es. Llegué a Sevilla, lloviendo, pero con ganas de hacerla mía. Me alojé en el barrio Triana, al otro lado del Guadalquivir. Creo haberla recorrido bastante, el Alcázar me pareció fantástico y tan barato (no así la catedral que cobraba lo que sus fieles no pagan). Debo haber caminado por las callejuelas del barrio Santa Cruz al menos unas dos veces por cada una; el solo hecho de ir por calles con nombres tan sugerentes como Aire, Agua o Triunfo era un placer en sí mismo. Las casas blancas (incluida la de Velásquez), los balcones (incluido el del Barbero), los museos, las iglesias y todo ese arte universal (aunque quieran monopolizarlo). Pero sin duda, de lo que me enamoré con una efectividad intravenosa fue de un lugar donde hacían flamenco, muy auténtico, nada muy producido, llamado La Carbonería (Levíes 18). Ahí me tuvieron las tres noches que estuve en Sevilla. Pero si debo ser específicamente honesto, más allá de los refrescantes y baratos tintos de verano, y el carácter especial de los cantores, lo que asestó mi corazón promiscuo fue esa bailaora, una rubia con poca pinta española, más bien de rusa o de Europa del este, pero que no era una persona cuando bailaba, no sé muy bien lo que era, pero “eso”, desaparecía una vez que terminaba el show. Con ella acabé un poema que había empezado con otra bailaora en el museo del Flamenco, pero que no había alcanzado a terminar. Así es no más la reivindicación de la serpiente. Una mención especial merece el club “Lo nuestro” donde al final de la jornada siempre había un espacio para ver y escuchar sevillanas.

Luego estuve en Córdoba. Impresionante toda la historia y la cultura que hay ahí de manera compacta. Comí muy rico, probé lo que más pude de la fama de su cocina, y encontré buena vida bohemia: un bar restaurant llamado El Sótano en la hermosa plaza de Las Correderas, donde mientras comía, vi como grupos de intelectuales se reúnen a fumar, beber y hablar de trivialidades con una profundidad envidiable; o la Taberna Salinas, más clásico, muy bien atendido y con especialidades como el salmorejo cordobés; y finalmente un Jazz Café donde coincidí con una fabulosa y entretenida jam session. Entré a casi todos los museos, descubrí la maravillosa pintura de Julio Romero de Torres, estuve en Medinat al-Zahra, la espectacular Mezquita y el Alcázar de los reyes, por nombrar algunos.

Finalmente me fui a Granada en bus, y fue la mejor decisión. Recorrer esos pueblitos blancos, con castillos en los cerros fue alucinante. Una vez en Granada también recorrí todo, hasta el monasterio de los cartujos y sus macabras pinturas. Y por supuesto me emocioné con la Alhambra y todos lo barrios aledaños. Fui al Flamenco del Albayzín pero aunque fue muy especial estar en esas cuevas gitanas, el show fue demasiado turístico para mí, eso me decepcionó un poco. Comí muchas tapas gratis, sí, en Granada son gratis. Fui a entrevistarme con los profesores de literatura en la Universidad e hice algunos amigos de viaje. Lo pasé muy bien en la hostal que me quedé. Había una energía que facilitaba la amistad, creo que mucho se debía a Asia, la chica que administra el local, búlgara y emparejada con un argentino, y con quien hasta hoy mantenemos correspondencia. Antes de marcharme aproveché una librería especializada en poesía y con buenos precios para comprar poemarios de Ángel González y Benjamín Prado. Hoy acompañan mi desvelo.

El último día en España lo pasé en Málaga donde tomé mi vuelo de regreso. Fue el único día soleado (me topé con unos de los peores temporales de España, con desborde de ríos incluido) y pude apreciar una ciudad de belleza menor pero igualmente agradable. Fue bonito estar acompañado durante todo ese día por una chilena, que conocí en Jerez, el día 1, esperando el bus desde el aeropuerto a la ciudad, y que en un gesto generoso me ofreció reunirnos en Málaga cuando terminara mi viaje. Fue un cierre de círculo.

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Por fin conocí a Nadja y sí, es surreal. Ésta es eslovena. Estaba como un fantasma en la hostal de Granada donde alojé, compartíamos el mismo cuarto. Nunca quería salir con los otros que improvisadamente armaron un grupo del cual participé cada noche. Era silenciosa y siempre me la encontraba frente a su laptop, incluso cuando llegaba tarde después del tour de tapas. Yo la saludé desde un principio. Me llamaba la atención aunque no es de ese tipo de chicas. Un día le dije que me acompañara a tomar una cerveza. Me di cuenta que hablaba un castellano suficiente. Me dijo simplemente: vamos. Caminamos como lo hacen los amigos o quienes no tienen apuro. Ya en la cantina hablamos de cada uno, quizás un poco más influenciados por los cánones, sin embargo, con ella era imposible caer en banalidades. Eso me tenía impresionado. No hablaba perfecto castellano, muchas veces debía explicarse mejor en inglés. Pero nada de eso importaba, porque sus comentarios eran asertivos, profundos, y lo mejor de todo, eran ventanas. A través de ellas se podía ver hasta lo invisible (parafraseo un fragmento de Kundera que ella me envió).

No supe que se llamaba Nadja hasta que con no poco pudor le pedí su email. Algo me recorrió entero al saber que estaba frente a la musa de Breton.

Una vez en Londres las conversaciones han sido muchas. No hablamos de lo que hacemos, de hechos o circunstancias. Ella sólo me envía su música y yo la mía. Comentamos películas que pocos ven. Una vez le envié de regalo un tema instrumental y me respondió con versos. Otra vez hablamos de La Casualidad, y yo le dije que para mí era algo que iba más allá de una explicación física. Que me gustaba pensar que había otras fuerzas operando. Y no me refería a fuerzas divinas o sobrenaturales, sino a ciertos manejos, quizás acuerdos, inconscientes (o no tanto) con el destino, con uno mismo, y que hacen que situaciones inesperadas parezcan como tales pero no son sino un deseo superior, una conexión más profunda que la conocida.

También me preguntó si escribía para una audiencia. Yo le respondí que lo hacía por mí, o mejor dicho, como algo natural, esencial. Era para mí un conjunto de registros de cómo la vida me atraviesa. Soy una suerte de filtro vital, le dije. Sin embargo –agregué- me gustaría mucho que la gente me leyera y que, cómo ha sido hasta hoy con los pocos que lo han hecho, quienes me lean, se sientan tocados más allá del intelecto.

Así y sin darme cuenta. Despierto -o abro los ojos- y digo con una voz de río revuelto: Nadja inspira mi poética. Es ella una vez más.

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Conclusión: existe una diferencia entre la nostalgia cuando se produce a partir de algo que no volverá: la niñez, la juventud, quizás alguien, el amor perdido, la muerte; y la que se deja caer como una guillotina sobre el pecho vivo, esa nostalgia impotente sobre algo que se extraña con la posibilidad cierta de ser recuperado, quizás alguien, pero que no hay nada ni nadie que dé el más mínimo indicio, menos una certeza, de que así suceda.

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Archway station, mi estación de tube cierra todos los días de semana a las 10pm por reparaciones y mejoramientos técnicos. Tengo que tomar un bus de acercamiento. El 390 o el 134, me sirven desde Kentish Town, la estación más cercana donde me bajo después de las 10. Caminando hacia la esquina me doy cuenta que el bus está en el semáforo y que debo correr hacia el paradero que está cruzando la calle a mitad de cuadra. La verdad es que no es necesario correr mucho dada la extrema lentitud de los buses en Londres. Al igual que yo, una marea de gente corre a esa hora de la noche, cerca de las 12 de un día viernes que ha seguido de largo desde los quehaceres de cada uno. La calle está húmeda por la llovizna y sucia de bolsas, cajas de kebab y otras comidas rápidas. Entre los que corren va un hombre mayor, probablemente un homeless, medio vestido de mujer y muy pintado, nadie lo mira. Llego al paradero y el bus sigue tomando pasajeros. Subo, me toca el turno de pasar mi tarjeta Oyster de pago por el lector, pero no es necesario, hay un papel pegado sobre él que dice: sorry, pero no está funcionando. Pasamos, todos suben, el bus está más lleno que de costumbre, el segundo piso está completo por lo que aunque las condiciones de la mayoría no dan para hacer el “cuatro”, todos respetan la prohibición de ir de pie en el segundo piso. El primero entonces va atestado. Intento avanzar entre la gente, la mayoría jóvenes que vienen de vuelta. Una parte de ellos muy borrachos, la otra celebrando la borrachera de esos otros, otro tanto absolutamente imperturbable ante el ambiente, y también hay gente triste que se mira hacia adentro desde el reflejo del vidrio.

Comienzo a observar el panorama. Un hombre gordo, de barba muy larga, teje lo que aparentemente es una bufanda, hay otro hombre más atlético, de gorro de lana y traje impermeable con un perro boxer, ambos sentados en los asientos para personas discapacitadas. Va una madre con su bebé en el coche, ella lee uno de los periódicos gratuitos. Unos pakistaníes hablan en voz baja y unas chicas, muy rubias, de extrema mini falda, tacones de 10 cm, medias caladas y un escote que ya perdió su naturaleza de tal, hablan con estrépito y se ríen de uno de los borrachos, de acento escocés, que anuncia a viva voz antes de cada parada: “next stop Edimburgh (lo pronuncian édimbro). Me bajo del bus en Archway, varios caminamos, o intentamos hacerlo contra el viento fortísimo de Holloway Road, una suerte de corredor de viento desde la colina del Hampstead. A la media cuadra hay un auto detenido, aparentemente chocado. En realidad, el hombre, un negro de unos 30 y tantos, intentando girar en U se había subido a un montículo de una de las esquinas de la vereda. Había agrupado a unos 4 transeúntes, luego me sumó a mí, para ayudarle a levantar el auto de modo de desengancharlo de ese montículo que ya le rompió parte de la máscara del vehículo. Todos, incluido yo veníamos en una condición desmejorada para semejante maniobra, sin embargo, el hombre estaba desesperado. Entre todos ni siquiera logramos mover esa tremenda máquina, algo así como un Hammer dirían los expertos. En eso, la gente que por ahí transita preguntan qué pasa, en todos los casos, sin excepción, uno de ellos cuenta la historia agregándole en cada ocasión algún detalle que probablemente no existió pero que el hombre negro omite en aclarar dada su preocupación. Pasa uno más, apurando el tranco porque empieza a lloviznar, y dice en voz alta: créeme, no eres el primero. Todos ríen, menos el negro, evidentemente. El que comentaba decide plantearle en perfecto estilo british algo así: me permito sugerirle que visto los intentos realizados, y que no se trata de un problema de voluntad, ud. puede ver que seguimos aquí y lo podríamos intentar una y otra vez, al parecer el problema es de fuerza mayor, quizás ud. necesitaría otro tipo de ayuda, alguien con más recursos, alguna grúa, probablemente debiera llamar a la ley… antes de mencionar la última palabra había sido tal vez un poco extenso, polite, pero definitivamente muy convincente. Pero terminada la última frase, uno de los que se había sumado después, un joven y su novia de nos más de 15, una mezcla entre punk y emo, suelta una carcajada tan espontánea como explosiva, grita con mofa “the laaaaaw”, fue como un “corten” en la toma de una película, que todos en ese momento seguimos nuestro camino, bajando por Holloway Road, comentando lo sucedido, un par de ellos se adelantó, y unos metros más allá se abrazaron riendo hasta entrar al único pub (irlandés) que está abierto hasta esa hora. Yo crucé la calle, no quería que me hablaran, miro a Keira Knightley y a Penélope Cruz en unos paraderos de buses, casi en la esquina de mi casa una mujer de pelo rosado, tambaleándose de un lado a otro busca infructuosamente las llaves de su casa en su cartera gigante. Su pareja, vestido de impecable terno y corbata, la mira desesperanzadamente. Sigo mi camino, no sé si sonreír o qué. No sé qué cara habré tenido. No sé cómo me veía, qué aspecto tenía. Quién era. Sólo subí a mi cuarto y antes de dormir decido escribir esto.

No fueron más de 15 minutos de una estación hasta mi casa. Y todos, incluido yo, somos parte de esta jungla de freaks y adefesios, parte de la excreción de esta glándula occidental donde se me ocurrió estudiar.

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Hace varios meses que me inscribí en un servicio llamado Host. Yo debo estar disponible para pagar un viaje a cualquier punto de UK y ellos me ubican, de acuerdo a las preferencias que meticulosamente indagan, en una familia que me recibe por un tiempo definido, que suele ser un fin de semana. A mi me tocó ir a la casa de Antonia, o Toni, una señora soltera a sus casi 70 años, profesora de música, que recibe estudiantes bajo este sistema hace casi 40 años. Lo hace unas cuatro veces en el año con el propósito de ser una casa de familia para quienes estamos lejos de las nuestras. Esta vez fui elegido yo y Rafi, un musulmán de Bahrein, muy formal pero muy agradable y amistoso. Después de un viaje en tren de antología, por bosques, praderas y costa de UK, llegué al pueblito de Par, ubicado en la provincia de Cornwall, extremo suroeste de la isla. El lugar es precioso y Toni, en un Peugeot de los 80 muy destartalado, se encargó de mostrárnoslos muy bien. Estuvimos en las costas del canal inglés por un lado (Fowey) y del mar céltico por el otro lado (Newquay), fuimos a un pub del siglo 12 donde hubo un tipo que se enfureció porque tomé unas fotos al bar donde estaba bebiendo. Estuvimos en unos acantilados espectaculares. Fuimos a Truro y estuvimos en un museo mirando documentación del 1840 que indicaban que los ingleses que llegaron a Valparaíso y a Chile por el tema minero provenían de esa zona (ella lo había preparado todo con su amiga Angela, la bibliotecaria). Comimos un tradicional Cornish Pasty. Una noche nos llevó a un concierto de un coro anglicano, bellísimo, hasta canté una canción junto al coro como en las películas siguiendo un himnario perfectamente encuadernado. En un break hicieron una rifa donde Rafi ganó una botella de vino y yo un conjunto de perfumes y agua de colonia. Otro día fuimos a un pueblo de pescadores (Mevagissey) y tomamos té con la profesora del pueblo. El último día hicimos una cena, 2/3 árabe y el resto chilena, que compartimos con sus amigos.

Pero no me cabe duda que lo fabuloso de esta experiencia va más allá. Tiene que ver con la exultante convivencia con Toni (y también Rafi). Ella vive en una casa de más de 200 años, de no más de 190 cm de altura, muy pequeña pero con mucho de la implementación original. No le gusta la tecnología, sólo usa una radio y el teléfono, y su orgullo es la grabadora telefónica. La casa está tapizada con cosas antiguas, que se han ido acumulando de generación en generación, retratos de sus antepasados, muchos mapas (le encantan), guitarras, flautas y dos pianos, y el resto, sin contar unas cuantas arañas secas, son estantes con libros cuidadosamente clasificados. No usa Internet pero ante cualquier pregunta de nuestras nutridas conversaciones, ella traía tres o cuatro libros como referencia. Hablamos sobre lo que se dice no se debe hablar, especialmente religión. Hablamos de las peregrinaciones de los santos, de Enrique VIII, Elizabeth I y hasta del Rey Arturo. De poesía no mucho, sabía menos, pero sí adoraba a Wilde tal como yo. Yo le llevé de obsequio los 20 poemas de amor de Neruda (en inglés y castellano (no había otra cosa)) y los Detectives Salvajes de Bolaño (en inglés). Pero le gustaba más la historia y la religión. Tomábamos el té al estilo inglés todas las tardes, con alguna galleta o dulce típico. Nos indicó que la leche se sirve primero y muy poco, luego el té, de tetera por supuesto, nada eléctrico. Yo la observaba de cerca, sus gestos, su perfecto inglés, su energía, sus sueños, su juventud. Me recordó por sus gestos en ciertos pasajes a mi madre y a una tía que vive en el campo en la Serena al norte de Chile. Esa ansiedad por decir, eso de mirar por la ventana, en lontananza, como buscando alguna información que está más adentro que afuera, tomarse las comisuras de los labios y seguir hablando, ir de un tema a otro, irse por las ramas, mencionar que un cuervo se posó en la camelia del jardín, pasar luego las manos por la mesa, buscando residuos o migas de pan, sus muletillas: anyway, ooops, y la más adorable: oh gosh! ante cualquier evento que le pareciera fantástico o interesante. Con sus amigas se mostraba jovial, al parecer tenía fama de impuntual, y ella les respondía burlonamente: never mind.


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Lo cierto es que he empezado a resentir la soledad. No la presencia de gente, sino la ausencia de personas fundamentales. Algunos que conozco y otros que no existen aún en mi vida. Mi entorno me es tan ajeno, y no hablo de la ciudad, sino de la gente y sus búsquedas. Qué extraños son. Me cuesta encontrar contención o un par con quién pasar los días. Por otro lado, el no saber bien qué sigue, que va más allá de la incertidumbre, a la que no temo, me tiene paralizado. Eso se ha acrecentado con un Chile que no quiero y que por las razones circunstanciales que sabemos se me ha aparecido como fantasma todo el tiempo.

Es como no tener lugar ni destino. Creo que no es Londres ni la ciencia política o la gestión pública. No sé si es en España donde me aceptaron en un doctorado en Literatura. Pero tampoco sé si es Chile la próxima estación. No me siento cómodo allá. No me gustan los chilenos y su farándula, su vacuidad y falsedad, ese arribismo insoportable y esa manera pragmática (alabada y aceptada) de ver la vida.

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Sucede que ando melancólico, no sé por qué, suelo ser así, no debiera sorprenderme, pero a veces cuando uno está en la sopa, como yo le llamo, aunque tenga la conciencia de estar ahí, es difícil salir, y como buena sopa, la cuchareo una y otra vez, sin acabarla...

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Para semana santa o Easter por estos lados. Toda la gente toma vacaciones y visita sus familias. En mi caso no fue distinto. Mis housemates partieron y yo recibí a mi amigo Johnny. Conversación como siempre, bares y clubes, una lovely tarde con amigos el domingo, una que otra galería. Mucha desconexión, dispersión y evasión. La necesitaba. Una noche fuimos al que dicen es el club con mejor sonido de todo Europa. Se llama Ministry of Sound. Un amigo de Johnny, David, tenía invitaciones VIP para escuchar a un DJ llamado James Zabiela. No me gusta la música electrónica o como le llamen, sin embargo, el sonido hacía vibrar mi cabello, la ropa y hasta retumbar mi pecho. Le dije a Johnny, buscando su anuencia, si sería posible que el corazón se acompasara con un ritmo de tal envergadura y poderío. Sería un excelente tratamiento. Me miró escéptico.

El jueves llega Elena de visita. Debo hacer un par de ensayos, un diseño de investigación y estudiar para tres exámenes. Aún no hago nada. Estoy en la luna, una vez más.

(un Salieri para esta nota, aquí)

martes, 1 de diciembre de 2009

74.27.11.09


- ¡Ah! Esta es King’s Cross Station? Me dijo, mientras leía un antiguo anuncio con las estaciones de destino de ese andén. – No, esta es Baker Street Station. Le respondí, y luego agregué el dato trivia, al puro estilo y gusto de mi interlocutor. – Esta es una de las estaciones más antiguas de Londres y del mundo, este trayecto ya funcionaba a mediados del siglo 19. En efecto, ahí recogí a mi amigo. En la estación donde llegan los buses de acercamiento desde el aeropuerto de Stansted. La agenda de actividades y los temas en tabla eran muchísimos, por lo que no sabíamos por donde partir. Así, después de un momento de ese silencio totipotencial, y mirando sin mirar ese túnel de ladrillo, como sólo un amigo sabe, quizás no desde el conocimiento, sino desde otro lugar menos manoseado, me dice: - Estuve leyendo un libro de Nietzsche y hay una cita que, según yo, te refleja tal cual. Dice así: “Poets treat their experiences shamelessly: they exploit them” (algo así como “los poetas tratan sus experiencias sin vergüenza: ellos las explotan” o quizás ellas a ellos, esto último es mío). Así empezó ese viaje, esta vez en mi casa, Londres. Así son estos viajes cuando algo sobrenatural establece un lazo entre dos personas y éstos, sólo fieles a la naturaleza, deciden ser amigos.


Ya en tierra derecha para cumplir los tres meses en esta ISLA empiezo a extrañar cosas de mi otrora entorno cotidiano. Algunas insignificantes, como los basureros en las calles. Aquí debe haber una proporción de 1 por 20 que es posible encontrar en Santiago. Y no es que me gusten los basureros pero es que no puedo botar siquiera un boleto a la calle, hay una fuerza magnética que me lo impide, quizás la memoria de un dedo pedagógico de mi madre o de la tía Teresa, mi profesora de primer grado, o el “león” escudo de la municipalidad de Santiago, que según un spot muy apropiado a los tiempos de mi Chile en dictadura, se te aparecía en una posición amenazante si botabas un papel a la calle (y quién sabe qué podía suceder después, de hecho, aún no se sabe todo). Así que permanentemente me veo en la necesidad de guardar algunos residuos para botarlos en alguno de mis tres basureros de la casa: reciclaje, orgánico o basura.


Pero hay cosas importantes que extraño mucho. Echo de menos esas cenas en casa de Georgi, con Carito ayudando, haciendo su clásico queso crema relleno de palta (aguacate) y una lluvia de sésamo. Maurito contándonos algo interesante, a veces Pilinklin con su entusiasmo, y siempre Jorgita haciéndose el molestoso y preparando un rico pisco souer. Extraño esas noches de declaraciones, juegos y risas. También echo de menos esas conversaciones, a veces sólo para ni-más-ni-menos sentirnos acompañados sobre algo que nos estaba sucediendo. Con cada uno, un rito respectivo como antesala. Un café con Maurito, en Providencia o también en su casa, a veces se le agregaba algo más para darle otro prisma a la conversación. Con Georgi, previo a esas ricas cenas, en ocasiones me citaba antes que al resto para así ponernos al día, en otras, se escapaba de su pega, algo no tan difícil y extraño para ella, y nos tomábamos un cafecito por ahí. Con Teteye, en su casa, en su consulta, en el negocio de la esquina, en cualquier lugar, ella, como con un manto mágico era capaz de desplegarlo sobre ese espacio, abrirme el corazón y extraerme el zumo. Sandra y su cocina maravillosa ¿Cómo no hablar en confianza después de esos cariños materializados en deliciosos bocados, especias y vino tinto? También recuerdo esas escapadas de día sábado a almorzar con mi admirada Gaby III en algún restaurant chino de Ñuñoa. Ella con esa sabiduría salomónica siempre proveyó un espacio no físico para hacer confluir todo lo que estos cuerpos semi inmortales y sin filtro habían acumulado. Y mi amigo, hermano y compadre Marcelo, quién mejor que él sabe escuchar y comprender, sí lo hace desde que teníamos 6. Alguna vez le escribí (dije) que siempre sentíamos lo mismo y, aunque fuera a la distancia, nos sintonizábamos de tal modo porque compartíamos la misma piel. Toda la complicidad con Xime, yo en mujer, desde la devoción por Fito Páez y Pedro Aznar, pasando por la guitarra y el canto, hasta saber de antemano cada pormenor de amores y desamores. Mis amigas Mirtha, Eloísa y Emilia, que con Pascualita componen esa exquisita Casa de Bernarda Alba que tantas veces me acogió. Marion y esos extraviados cafés de media tarde. Leti, Kathy y Pía, mis amigas de mi ex trabajo, con quiénes, juntos, separados o revueltos, también disfrutábamos de cuanta celebración se organizara, y si no, las inventábamos. El Benja con su movimiento de traslación, a veces cerca y otras lejos. Arturo, mi compañero de trinchera en la escritura. Carmen F y su cocina ecuatoriana. Los ex Lyners, Gonzalo y Quezo (algún día escribiré sobre esa fabulosa agrupación) más Eduardo (una suerte de alter ego, también desde los 6). Cristina R desde la distancia. Y la multipersonalidad de Clara, que en cualquiera de ellas me satisface mis necesidades más etéreas. Mis amistades incipientes: Andreíta del puerto, Moca, Paula, Lili, Úrsula, la poeta Rosicler, Marcelo Br, Pablo y Leyla, Jorge y Carmen. También Biodanza, Mandiro y mi amada maestra Menousis. Y algunas amistades en pause: Igor, Hernán R, Jorge B. Bueno, y mi amor mágico, soñado, de alas y vuelo compartido a través de montañas a puertos e islas.


De cada uno de ellos y ellas extraño la posibilidad de sentarme al frente y que antes de empezar a hablar siquiera ya sepan que estoy sintiendo, por qué digo lo que digo y por qué lo digo de esa manera. Después de esta cascada, de este lanzamiento en benji, de este rafting por el Petrohué, que han sido estos tres meses en Londres, daría todo este Reino Unido por una de esas conversaciones, una sola, cualquiera me haría feliz.


Pero aquí se empiezan a trazar otros caminos. Comienzan a bosquejarse nuevas historias, nuevos astroviajes. Hasta ahora he hablado bastante, aunque nunca será suficiente, de lo que se está consolidando con Carmen y construyendo con Max, a su debido ritmo, como todo buen cocimiento. Hace algunas semanas atrás fuimos los tres a un Sunday Roast en un barrio muy posh (elegante) bastante cerca de mi casa y de ahí a uno de los parques más lindos que he conocido en Londres, el Hampstead Heath. Un parque, que al contrario del Hyde Park y los Kensington Gardens, todo está muy al natural, salvajemente dispuesto. Se encuentra en unas colinas por lo que es posible tener una privilegiada vista de Londres, además tiene unas ponds (lagunitas) con aves silvestres y unos árboles añosos que ya empezaban a mostrar sus canas otoñales. Fue un paseo muy familiar, de día domingo. Por su parte, con Carmen todo el tiempo surge, desde esa esquina que sólo son capaces de construir los amigos, un mensaje para juntarse a un café, o improvisar un almuerzo a cualquier hora. Siempre habrá un lugar nuevo que conocer, o una comida exótica que probar, y que sea el escenario perfecto para una conversación necesaria. Muchas veces no resulta. Ambos tenemos agendas completas. Carmen está escribiendo su tesis doctoral y tiene esos días negros que sólo los doctorantes parecen conocer, y yo también tengo de los míos, pero es justo ahí, cuando como por efecto de un chasquido de dedos, nos reunimos en esa esquina, en este caso la de la librería Waterstone’s.


Por otro lado, esa chilena becaria, Alejandra, ha resultado ser una gran partner. Desde ese primer día de spaghetti y vino tinto se vio que podríamos compartir parte de este mismo camino. Y desde ese día no hemos parado. Se nos suma frecuentemente Paula o Gaby, a veces algún compañero de su Masters. Juntos nos hemos hecho habitué del Southbank Centre, un gigantesco complejo de salas de distintos tamaños y formas, donde es posible ver teatro, escuchar a la Filarmónica de Londres, asistir a conferencias de escritores, etc. Por ejemplo, ahí fuimos al Festival de Jazz de Londres, en particular a un concierto de una banda argentina llamada Astillero que cultivaba un tango del siglo 21, según sus propias palabras. O asistimos a unos conciertos denominados “the night shift”, donde por ser estudiantes, además de tener entradas muy baratas, regalan una cerveza. La primera vez que fuimos estábamos los cuatro: Ale, Paula, Gaby y yo. Llegamos al Queen Elizabeth Hall, retiramos las entradas, fuimos al guardarropía, todo de muy buen nivel pero relajado, y nos ofrecieron pasar a una suerte de sector vip para estudiantes. Sí, increíble, sector delimitado por cordones y hermosas promotoras sólo para estudiantes. Ahí nos ofrecieron una cerveza, la que aceptamos con gusto. Entre la conversa y un grupo de música india esperamos el inicio del concierto, hasta nos paparazzearon con una foto que luego saldría publicada junto con otras en la invitación de la nueva versión del night shift. Y bueno, en Londres una cerveza se hace poco, así que fui por la siguiente ronda. Le pregunté a la chica de esa barra improvisada si podía venderme unas cervezas y ella respondiéndome en tono amable pero también con algo de glamour, me dijo - para que quieres que te las venda si te las puedo regalar. Así fue que nos tomamos tres rondas antes de entrar, y con la cuarta en la mano -ya que aquí se puede tomar en las salas- nos sentamos a escuchar a Haendel. El director, joven, muy cool, en mangas cortas, pero bien vestido, introdujo las obras que escucharíamos. De eso se trataba. Disfrutar esa música, probablemente compuesta bajo esos mismos cielos algunos siglos atrás, con un traguito y la compañía de –en mi caso- nuevas amigas. Hemos ido a un par de conciertos más pero en el Royal Festival Hall, que es una sala monumental del mismo centro, y donde performa la Filarmónica de Londres. Lo último que fui a escuchar fue superlativo, definitivamente. Esta vez estaba Ale con unos amigos de ella, Georgina, una nueva amiga mexicana que conocí a través de Carmen, y yo. Sin embargo, quedamos sentados en distintos lugares porque habíamos comprado los boletos por separado, excepto por Georgina (¿georgi?) y yo, que por una coincidencia inexplicable quedamos sentados exactamente uno al lado del otro. Escuchamos Haydn y un extracto de la ópera “Historia von D. Johann Fausten de Alfred Schnittke. Impresionante. Y por supuesto, siempre después de cada concierto hay algo más. Una caminata por Soho “donde las paradas son las que dejan”, una visita a algún club de música de los ’70 o un kebab. Este último siempre es un buen cierre cuando el carrete (la marcha) se ha extendido más de lo debido y se viene el nunca bien ponderado bajón de hambre.


Como aquel día, que con un grupo de compañeros del Masters de Ale (algo así como arquitectura sustentable), la mayoría griegos, fuimos a Favela Chic, una versión londinense del afamado club parisino, aquí también es muy in y sólo es posible bailar si se sabe hacerlo en un medio metro cuadrado. O como en esa otra ocasión, cuando con Ale y esta vez Carolina, una brasileña pero antes avecindada en Paris, después de tomarnos unos piscos souer en casa de Ale, nos fuimos a Camden Town, a una especie de centro de bares, restaurantes y clubes. Un epicentro llamado Stables. Donde efectivamente en tiempos pretéritos hubo establos. De hecho, el club al que entramos tiene una parte donde lo que fue cada caballeriza ahora es una pequeña pista de baile, con caño incluido (pole, tubo). Cuando entré a ese lugar, antes de llegar a los caños, había una banda tocando un rock muy underground, muy londinense, con no mucha gente pero toda moviéndose -diría hipnotizados- al ritmo melancólico de esas tres guitarras distorsionadas que había en escena. Me imaginé estar en una película de aquellas, como Blow up del maestro Antonioni. En realidad había imaginado muchas veces estar en ese lugar, no sé si en ése, pero sí en algo así como mi propia película rodada en un club de esas características.


Pero también con mis housemates he ido afianzando una amistad, aún embrionaria por cierto. No es fácil, ni siquiera para ellos, desarrollarla en condiciones tan disímiles unos de otros. Ya los voy conociendo mucho más. Por ejemplo, por fin pude dilucidar el origen de Vinay. En realidad no tiene nada de persa. Ese fui yo y mi oído ubicado en la parte distal de mis extremidades inferiores, o sea los pies. Cuando aquella vez que me entrevistó le pregunté de donde era, claro él antes de decirme se excusó por su acento fuerte y yo me armé la película. Él me dijo Prescot (créanme que suena parecido), que es una ciudad muy pequeña entre Manchester y Liverpool. Vinay es tan inglés como un toffee, aunque su familia proviene de Kenya y trabajaron mucho tiempo en India. De hecho para muchos su aspecto es el de un indio. John, el rubio alto, pese a su tamaño y a su actitud, lo siento como un hermano menor. Es el que se pone menos nervioso cuando tiene que repetirme una segunda vez algo que no les he entendido y, junto con Vinay, tienen el sueño de viajar a Sudámerica. Él ha estado trabajando mucho así que este último tiempo lo he visto menos. No así Tony, el tercero, el definitivamente más posh, con costumbres más inglesas y una formación en Cambridge que la lleva grabada en la frente. Él trabaja en algo así como auditorías financieras. Al parecer tiene un buen puesto y constantemente lo llaman ofreciéndole otros trabajos. Sin embargo, no sé cómo lo hace porque al menos un par de días a la semana se queda dormido, se va en la tarde o derechamente no va al trabajo. Él es muy amable, muy compuesto y educado, pero le encanta comer y tomar. Y claramente se le pasa la mano. Es fanático de un pub del barrio que se llama Saint John’s y periódicamente está ahí tomándose unas pint antes y después de la cena. En realidad es bastante bueno para los drinks, como todo buen inglés, ya que en la casa siempre tiene vino francés, champagne, whisky o algún otro licor de mayor graduación. Él se pone muy nervioso al hablar, tiene un acento fuertísimo y siempre está haciendo bromas, sin embargo, más allá de ese comportamiento un tanto masculino e infantil, hay detrás un tipo muy clever, sin lugar a dudas, y muy preocupado por la vida familiar de la casa. De hecho hasta ahora, al menos en cuatro ocasiones ha preparado para todos la cena de los domingos. Como a eso de las seis de la tarde nos llega un mensaje diciéndonos a qué hora va a estar lista la cena. Ese es su estilo. Asimismo, quizás por su forma de vida, es el que más adminículos ha comprado para equipar la casa, especialmente la cocina, algunos increíbles como una pesa de laboratorio que le sirve para medir exactamente las partes de harina que utiliza cada mañana para hacerse los panqueques con arándonos que come de desayuno. Es rapidísimo de mente y, pese a su aspecto aparentemente parco, siempre se preocupa como me va en la Uni (<yuni>, como le dicen). Una vez me vio trabajando hasta tarde en un documento escrito que debía presentar. Claro, él venía llegando tarde y un poco bebido, sin embargo, me ofreció revisar lo que había escrito… lovely, dirían.


Hasta ahora no hemos tenido ningún problema en la casa. Compartimos las cuentas y pese a que no hay ninguna regla, todo está tácito y funcionando de maravillas. Aunque no sé porque razón la leche del refrigerador es un bien público de la casa, el resto de la comida es respetada religiosamente. No obstante, Vinay y principalmente Tony, que son los que más cocinan, usualmente dejan parte de lo que no consumieron en algún pote con un letrero que contiene el nombre del platillo y la frase “help yourself”, o sea, atiéndase. Cada uno de nosotros ha tomado un par de gavetas de la espaciosa cocina de la casa a modo de despensa personal, y el refrigerador es compartido por todos, aunque sin lugares asignados para nadie. Incluso en temas de limpieza no ha habido inconvenientes, aunque debo confesar que puede ser porque derechamente no se realizan, al menos con la periodicidad que debieran. Y aunque hay lavadora de vajilla siempre hay un desfase en el lavado. Ni hablar del baño, que es compartido por los tres Vinay, John y yo (Tony tiene baño en suite); la última vez atiné yo a hacerle un aseo profundo, a propósito que recibía la visita de mi amigo Johny y además teníamos programada una fiesta. Sin darle ningún valor, ni a favor ni en contra, debo constatar que es la primera que limpio un baño.


Hemos salido una sola vez los cuatro. De ahí ha sido difícil coincidir todos. La mayoría de las otras veces, que no han sido tantas tampoco, ha sido John o yo el que no ha estado. Sin embargo, rescato dos salidas muy positivas en términos de estrechar lazos con mis housemates. La primera vez fue una salida a cenar con Vinay y Tony. La idea era no salir del barrio, así que fuimos a un restaurant indio, El Sitara, que tiene la particularidad, bastante especial, por decirlo de algún modo, de ser un Jazz restaurant indio atendido por una mesera de Europa del Este, probablemente polaca. Es una mezcla rara pero “interesante” (nota: interesante en el buen sentido, ya que en esta cultura tan dada a los mensajes entrelíneas, algo interesante puede tanto serlo realmente como ser una manera elegante de decir que es una basura). Comimos bastante bien y bebimos un delicioso vino italiano. Sin embargo, la cosa no llegaba hasta ahí, después venía el bajativo… ¿dónde? En St John’s por supuesto. La última vez había quedado yo con el turno de pagar la ronda, así que invité las cervezas, pensando que hasta ahí sí que llegábamos. No, después vino la segunda, y mientras la terminábamos Tony y Vinay con sus I phone último modelo, buscaban vía GPS cuáles eran los pub con música en vivo más cercanos de donde nos encontrábamos. Así que tras caminar unos 10 minutos llegamos a otro bar, en Kentish town, y ahí Tony invitó una ronda de cortos de Tequila. Había música pero ya cerca de las 11 estaban cerrando el pub, al menos la barra con su típico toque de campana, y que en el fondo representa lo mismo: señores, ¡váyanse! ¿Qué más hacen en esta ciudad en un pub si cierran el bar? Así que después de estirar al máximo la posibilidad de permanecer en ese lugar, caminamos de regreso a casa, con la certeza, al menos yo, que había dado un paso importante en la consolidación de esa necesaria confianza entre pares, que además comparten un techo. Ese fue mi primera aproximación a una “salida” con ingleses en día de semana.


La segunda fue notable. Podría perfectamente haberla relatado como una anécdota de época de colegio o de primeros años de Universidad en el pregrado. Hace algunas semanas atrás se celebró un rito muy importante para UK e incluso para otros países de la Commonwealth. Fue Bonfire night. Se trata de un día en que se celebra el desmantelamiento de una suerte de atentado local que intentó realizar hace varios siglos atrás el célebre Guy Fawkes. Este católico recalcitrante atestó con pólvora el subterráneo de la Casa del Parlamento (Palacio de Westminster) con la intención de incendiarlo. Y aquí, pueblo tristemente marcado por episodios de fuego generalizado en la ciudad, celebran hasta ahora el fracaso de ese atentado. Paradojalmente, lo festejan con fuegos artificiales y con la quema de muñecos alusivos al pobre Guy. Se debe considerar que por las mismas razones antes mencionadas, la legislación respecto del uso de fuegos de artificio es bastante leonina, y disfrutar entonces un show de esas características es muy esperado por todos, especialmente por los niños.


(Nota al margen merece Fawkes, que en lo personal admiro mucho por sus ideas adelantadas para la época y su perseverancia a toda prueba, pese a su fanatismo religioso claro está. Su imagen así y todo es inspiradora para los ingleses; de hecho hubo un comic famoso de Guy Fawkes como antihéroe incomprendido en la que además se basaron para realizar la joyita de película llamada “V for vendetta”).


En este contexto, todos se preparan y se preguntan ¿qué vas a hacer para Bonfire night? Vinay, viendo que yo no tenía panorama, me invitó a ver los fuegos artificiales al Alexandra Palace, que es un importante centro de eventos tales como recitales de música o ferias temáticas. Y como se encuentra en el cerro Muswell hill, provee una muy buena perspectiva para un show pirotécnico. Hasta ahí llegamos, después de tomarse algunas cervezas en un pub que estaba en el camino, acompañados además por Gareth y Debbie, dos amigos entrañables de Vinay, el primero, su compadre en época de pregrado (o undergraduate) de arquitectura en la Universidad de Liverpool. Luego de apreciar el hermoso espectáculo con otra cerveza en la mano, obviamente, había que continuar la marcha. El encantador barrio de Crouch end, cercano a donde estábamos, fue nuestro destino. Alcancé a contar en buenas condiciones al menos cinco pub donde pasábamos a bebernos una cerveza, continuando, sin perder el hilo, la conversación de fondo, todos por igual, incluida Debbie, que a esa altura ya no me parecía la niñita naive (ingenua). Luego, cenamos en un restaurant thai y pedí el platillo más picante de la carta (claramente aleonado por mi estado de intemperancia). Fue en ese momento que decidí sensatamente proceder a la autoinducción del vómito. Es que era insoportable la sensación de embriaguez acompañada del picor esofágico y gástrico con más persistencia que he experimentado en mi vida. Santo remedio (con el perdón de los santos). De ahí todo se aclaró y pude asimilar empíricamente dos lecciones. No sé si será porque antiguamente tomaban cerveza en vez de agua para evitar enfermedades por problemas de higiene, pero estos ingleses toman y resisten muchísimo, hombres y mujeres por parejo. En segundo lugar, Carmen tenía razón. No hay mejor y más efectiva estrategia para garantizar la complicidad de un inglés que emborracharse con ellos. El punto es que debe ser a la par. A mí no me dio, sin embargo, gracias al mencionado procedimiento clínico que me auto-infligí, pude continuar en carrera y acompañarlos al último destino de la noche: una fiesta en casa de unos amigos músicos de Gareth. A todo esto, con este personaje, un “Manchesteriano de libro”, habíamos hecho muy buenas migas. Yo creo que en parte le parecía atractivo mi inglés rudimentario, por lo que todo el tiempo me hacía aportes gramaticales y etimológicos para complejizar mi discurso, y porque además disfrutaba al máximo que le hablara de la cultura sudamericana, especialmente lo referido al –según él- mítico comportamiento “directo” y open mind de las latinas. Todo un fetiche por estas latitudes, que he utilizado impúdicamente en beneficio personal. En la fiesta tuve dos aciertos: tomar la guitarra y, aunque no tuve más público que mis propios acompañantes, dejarlos gratamente impresionados tras interpretar mis 3 a 4 riff y temas “caballito de batalla”; el segundo fue en razón a que, aprovechando un ritmo filo latino, probablemente Santana, logré entusiasmar a dos hermanas eslovacas estupendas, que no sólo bailaron sino que hicieron una performance de aquellas. Fue tal el impacto que causaron, incluso en ellas mismas, que me dieron su número de teléfono para que las invitara en una próxima ocasión que hubiera una fiesta o alguna salida a bailar. Gareth y Debbie a esa altura ya habían abandonado por estado etílico, pero la cara de Vinay, testigo de toda esta operación y de los números escritos de puño y letra por tales beldades en mi libreta de anotaciones, fue mi constatación que no sólo había llegado entero hasta el final de la jornada (aunque ya se sabe que con algo de trampa) sino que yo era una mezcla entre el propio Guy Fawkes, Lorenzo Lamas y Humphrey Bogart. En otras palabras esa noche había logrado mi propósito.


Y llegó el día tan esperado, después de más de dos años, o de casi 5 si se prefiere. El reencuentro con mi querido amigo Johny. Todo este tiempo él ha estado viviendo en Irlanda del Norte y, aunque parece una ironía del destino, ahora que yo llego a UK, él se devuelve a Chile. No obstante, teníamos un par de meses de coincidencia, una mínima posibilidad, y la concretamos. Llegó un día jueves en la noche. Yo, después de asistir a la National Portrait Gallery a una conferencia sobre The Beatles y los lugares donde fueron fotografiados en Londres, lo fui a recoger a la estación de buses que lo traían desde el aeropuerto. Nos fuimos a mi casa, compramos una pizza para llevar (una casera) y una botella de vino tinto francés. No había tiempo que perder para ponerse al día. Dicho y hecho. Después de devorar ese platillo y bebernos la botella de vino, continuaron las cervezas, mientras los temas versaban desde la crisis económica mundial, pasando por la situación política de Chile, hasta un resumen de la experiencia en nuestros estudios aquí, todo evidentemente aderezado con notas al margen, bibliografía sugerida, y las correspondientes anécdotas sabrosillas. Teníamos para mucho tiempo más pero decidimos ir a dormir como a eso de las 4am. Al día siguiente fuimos temprano a la Embajada de Chile por unos trámites. La gente es muy amable, pero es casi una experiencia metafísica como tras entrar por la puerta del edificio que alberga la embajada y el consulado, a pocas cuadras del 10 de Downing Street (la oficina del primer ministro) y del Westminster, entras a Chile. Sólo de muestra un botón. Mientras el funcionario atendía a Johny, yo leía en la sala de espera, había más gente esperando y un grupo de personas hacía ruidosos arreglos, al parecer de calefacción; sin embargo, fue inevitable no reparar en el tono y las formas utilizadas por ese servidor público. El clásico burócrata de manga, visera y pantalón con el cinturón más arriba de la “cintura”. El acabose fue cuando escuché algo así como una transmisión deportiva. Efectivamente, el susodicho al percatarse de la profesión del usuario, no encontró nada mejor que compartir en su PC las –a su juicio- mejores carreras de caballo de la competencia local. Después de esa experiencia religiosa nos fuimos a recorrer Londres. Caminamos mucho pese a la llovizna. Nos fuimos por la ladera sur del Támesis y retomamos la conversación; los temas: parejas, cine y algo de arte, especialmente cuando cerca del Tate nos comimos unos creps como almuerzo. Luego, visitamos la Torre de Londres donde había una exposición especial sobre Enrique VIII y sus armaduras. Tras mucho andar nos regresamos a mi casa, a dormir algo y reponerse. Se nos venía la noche prometedora del viernes. Hicimos un recorrido donde la primera parada fue en Gordon’s wines, una de las tabernas más antiguas de Londres, y tomamos una copa de vino tinto sudafricano; después nos fuimos a The Crypt, ese club de jazz que se encuentra en la cripta (subterráneo) de la Iglesia de St Gilles, ahí cenamos y escuchamos una excelente banda de cool jazz; y por último, ya de vuelta en el centro, un club que no recuerdo su nombre -probablemente no lo tiene- que es un segundo piso (primer piso aquí) de unos departamentos viejos cuya sala la habilitaron con un bar, algunas mesas y un mínimo espacio donde la gente puede bailar. Capacidad: no creo que más de 30, pero siempre hay sobre 50. A esa altura los temas se habían movido entre literatura y los futuros proyectos, por lo que repasamos con estos últimos, algunos pasajes históricos, siempre sensibles pero desde un lugar protegido y ajeno al juicio, que sólo deja provecho y reconciliación. Sí, como no, también hablamos de mujeres, y mucho. Ese día nuevamente nos dormimos tarde. El día sábado siguiente después de un bunch (desayuno más almuerzo) nos fuimos al Museo de Historia Natural, uno de los lugares que mi huésped deseaba visitar y recorrer. Después de ver cuanta piedra y hueso se puede imaginar, nos fuimos a cenar a un buffet indio y de ahí vuelta a casa. Ya que, como este camarada se regresaba a Belfast el domingo relativamente temprano, había que hacer una buena despedida.

Y aquí se produce lo que yo llamo las esquinas. Habíamos programado con mis housemates, tal como se acostumbra aquí, con más de un mes de anticipación, una fiesta de inauguración de la casa. Y Johny, evidentemente coincidió. Cuando llegamos a la casa, mis housemates tenían todo ordenado. Fue increíble ver como hicieron en pocas horas lo que no habían hecho en dos meses. Pusieron la ampolleta que faltaba en el baño, paño de cocina y toalla limpia, jabón líquido en el lavamanos, hasta papel higiénico doble hoja para las chicas. Habían pasado por el Morrison’s, un supermercado muy barato, y habían comprado un cargamento de cervezas y botellas de vino y otras cosas; de comida, solo unas papas fritas y grisines, más humus para untar. Tony, por supuesto, encargó doce botellas de vodka por su cuenta. Daba ternura verlos nerviosos y expectantes de los invitados de cada quien. Ese había sido el trato. Cada uno invitaba a amigos y amigas para hacer un grupo común. Con Johny nos encargamos de la música, supuestamente pondríamos el tan preciado toque latino. Yo invité a Carmen, Max, Ale, Paula, Gaby más otros compañeros de universidad. Italianos y polacos fueron la sensación, aunque no tanto como las famosas eslovacas de la semana anterior. Cuando llegaron se produjo un silencio. Venían con una amiga más, tan linda como las dos hermanas. Como siempre, la cocina era el lugar de encuentro, y mientras le ofrecía vino blanco chileno, Vinay y John se pusieron en fila para presentárselas. Tony estaba en la sala con sus amigos, todos de comportamiento muy adolescente. En cambio los amigos de Vinay, la mayoría ingleses y arquitectos y uno que otro ex housemate, contrapesaron la buena onda de mis invitados. Johny era un anfitrión más. Él siempre encantador, apuesto y un inglés hablado con fuerte acento irlandés, aportaron buena parte del charm de la noche. Y aunque costó que prendiera el baile propiamente tal, lentamente, con la ayuda del influjo alcohólico de la nutrida oferta posible de encontrar en esa cocina – bar, las desinhibiciones fueron dando paso a cada vez más parejas, tríos y grupos bailando. Todo empezó como las 8pm y terminó como las 5am, con los últimos radiotaxis recogiendo a la mayoría de los fieles invitados que se quedaron hasta esa hora haciéndonos compañía y celebrando la nueva casa, esta nueva generación de housemates y agradeciendo lo bueno de la fiesta. Claro, ninguno de ellos, salvo Johny, puede entender como cada uno de estos procesos se va engarzando en mi circunvalada estructura y va generando chispazos de placer. Ese conjunto de placeres que vienen de antes de la fiesta, que se multiplicaron con la visita de mi amigo, que se intensifican con mi nostalgia, que se arremolinan todo el tiempo, más cuando es acompañado de amigos, los de siempre, como esos que extraño tanto o como Johny, y también estos nuevos que vienen llegando como una lluvia de meteoritos a explotar sobre mi atmósfera y dejar en mi cielo brillo y luminosidad (y se me aparece Nietzsche).



Empecé el 27 a escribir y estoy terminando el 1. Ese 27 tan significativo para mí. Un 27 que es un portal que comunica mi pasado y mi presente. Y no casual, sino causalmente, las canciones del Ipod se han confabulado y entre tanta lluvia diaria, ese día me visitó una luna pequeña, incompleta, mostrándome su claridad conmovedora y también esas sombras, el misterio, de esta vida deseada que se me abre casi con desespero. Tengo, como alguna vez me dijera angelito, una sensación de melancolía pero que no es triste, es plácida y desbordante, es una melalegría.


domingo, 1 de noviembre de 2009

47.31.10.09


Amanecí con ese inexplicable e inmaterial deseo de poner en letras esa poesía que suele llegarme de alguna parte. Me dije –manos a la obra- y me senté frente al laptop en mi habitación. No hubiera habido canasto suficiente para recibir la cantidad de hojas arrugadas que hubiera arrojado tras juzgar de mamarracho cada intentus interruptus de poema. Intuitivamente salí a caminar. Para ser más exacto, salí a volar. Salí de la isla y bajé por el continente sin más rumbo que el que me indicaba la luz de una luna moribunda de frío. El cielo empezó a desmoronarse de lluvia y decidí guarecerme al interior de una torre de un muro medieval. Luego me encaramé sobre él y recorrí parte del perímetro de esa otrora ciudad amurallada, dejando que esas nubes suicidas, lanzadas en picada al precipicio, me mojaran la cara. En ese mismo instante tuve la certeza que algún día esa agua llegaría al mar y una parte de mí con ella. Bajé hacia los templos y con grácil solemnidad eructé de placer por tan fantástico registro del arte y la imaginación humana. Vi decenas de caras de dios y de otros cuantos santos que ganaron su espacio a la derecha del padre matando y torturando en su nombre. Desde el alto de una cruz de oro miré al horizonte como si la tierra no tuviera fin y pensé que era hora de reunir fuerzas para continuar mi camino. Seguí, atravesé un puente, abracé un árbol y toqué una piedra antes de llegar finalmente al lugar donde comí y bebí entre gente que hablaba en otra lengua. Y como clímax de esta más que búsqueda, encuentro poético, me embriagué de esos sabores y colores mediterráneos al punto de llegar a decir en su misma lengua: Estic feliç. El poeta Floridor Pérez tenia raó. La poesia està fora i Catalunya és un poema. Moltes gràcies. Adéu i fins a sempre.



Había sido una semana frustrante. Pensaba y se me llenaba el corazón de ansiedad por controlar este nuevo entorno, no sé si de la mejor manera pero al menos como lo hacía en mi país. ¿Es que cada día tendré que darme ánimo para resistir esta posición desventajosa? Estoy seguro que es transitorio y que al final del camino no será más que una anécdota, pero no es fácil vivir el día a día con la fuerza de la mera ilusión de la seguridad del futuro.


Tomé la decisión de refugiarme en el templo de la danza, como tantas otras veces, aunque esta vez no sería la biodanza propiamente tal, pero sí sus diosas madres y hermanas que habitan en Barcelona. Acepté entonces su invitación a pasar unos días por allá. Viajar en Europa puede ser extremadamente barato, especialmente en aerolíneas como Ryanair o Easyjet, que pueden cobrar precios irrisorios por vuelos en horarios poco comunes, sin asignar asiento, sin ofrecer a bordo ningún servicio gratuito y usando aeropuertos secundarios normalmente fuera de las ciudades de destino. Esta vez no fue la excepción y encontré una oferta muy ventajosa de un vuelo que llegaba a Girona, una ciudad pequeña al norte de Barcelona. Me pareció estimulante la idea de conocerla y pasar allí un día antes de llegar a casa de Elena, donde me alojaría en Barcelona. No pudo ser más atinada la idea. Y ya debí habérmelo imaginado cuando la noche que llegué a Girona, sin tener cómo llegar al albergue donde había reservado y estando todo cerrado, un chico portugués me regaló un mapita turístico en un folleto promocional. Es más, la señal ya vino antes, cuando a bordo del avión me senté al lado de Miriam, una hermosa gerundense avecindada con su novio australiano en Londres, con quien hablamos todo el viaje, entre otras cosas, de lo mucho que podía hacer ese día en su Girona natal, todo lo cual aplicadamente apunté en mi bella libretita regalo de la poeta Rosicler.


Tras hacer el check in en la hostal me fui derecho al Le Bistrot, un restaurante que me habían sugerido. Ya lo estaban cerrando, por lo que ya no preparaban cenas, pero me ofrecieron a cambio pizzes de pagès. Con hambre no hay capricho que valga así que acepté y elegí una que me pareció deliciosa, y no me equivoqué: Pizze formatge, brandada i figues. La pizze es una rebanada de un pan especial, el pagès, y sobre ella, en este caso, le pusieron queso, la brandada que es a base de bacalao y papa, y el toque especial de los higos. Un bocadillo de esta envergadura sólo podía ir acompañado de un buen vino y tampoco me equivoqué en la elección, pedí un vino de la zona, el Raimat, negre (tinto). Me regresé contento por esa ciudad de piedra a la pieza multitudinaria de la excelente hostal donde me alojé. Todo seguía miel sobre hojuelas. En la mañana, temprano como de costumbre, bajé con mi mochila presto a recorrer esa ciudad e incluso podría alcanzarme el tiempo para dar un paseo por algún pueblecillo de la costa brava. Sin embargo, me preparaba el desayuno cuando tras preguntarle algo doméstico a una chica de la hostal me contestó con tal amabilidad y simpatía que no fue extraño terminar compartiendo el desayuno y una conversación amistosa e interesante. Se trataba de la administradora del lugar y hasta ahora la única que le ha apuntado a mi edad entre otras rarezas, de hecho, después de un buen rato cuando le pregunté su nombre me dijo – Laia (en inglés suena algo así como mentirosa), tras un breve silencio ambos reímos. Me quedó dando vuelta esta Laia y esa conjunción de buenos eventos que ya llevaba a mi haber, hasta que por supuesto, nacieron unos versos. Hacía mucho que no salía alguno así de modo casi reflejo y decidí escribirlo en el libro de visitas de la hostal pero en una hoja antigua.


Salí entonces a conquistar esa ciudad seductora. Pasé por la oficina de turismo y diseñé el recorrido. Todo iba bien. Caminaba por una muralla medieval intacta que rodea un borde de la ciudad cuando comenzó a llover torrencialmente. Con gusto había dejado el paraguas en Londres así que poco pude avanzar. Pero lejos de amilanarme continuaba en la medida de lo posible. Entré a la catedral y su museo, luego a unos baños árabes antiquísimos, crucé la calle Bellaire y me senté en unas bancas barrocas, primero en la plaza John Lennon y luego en la Federico Fellini (no podía ser más para mí), y admiré cómo una arquitectura maravillosa está en perfecta armonía con los colores de una naturaleza arrojada. A esa altura me dio hambre y como lo hace mi amiga Georgette, ¿para qué innovar si me puedo ir a la segura en Le Bistrot? Me senté en otro lugar y desde ese ángulo me percaté que se parecía al Normandie de calle Providencia en Santiago de Chile. Estaba en eso cuando se acerca la garzona y apenas le hablé me dijo - ey! eres chileno. Ella era catalana pero casada con chileno así que la atención fue aún mejor. En son de ahorro no quise mirar la carta así que tomé el menú que ofrecían y que se veía igualmente apetitoso. Primers plats: muscles al vapor amb salsa romesco (choritos al vapor en una salsa típica a base de tomate, pimiento rojo, ají, entre otros ingredientes). Segons plats: Magret d’ànec amb salsa de verdura i ametlla (magret de pato en una salsa oscura compuesta por zanahoria, puerro, judías (porotos) verdes y otras verduras, más almendras y acompañado de arroz. Postre: Magrana amb salsa de vi (granada en salsa de vino). Para beber, el mismo criterio, otra vez Raimat negre. Me quedé bastante tiempo ahí. Decidí no salir de Girona y seguir recorriendo hasta la hora de mi tren a Barcelona. Una vez afuera no llevaba muchas cuadras cuando ya estaba empapado con la lluvia. Estaba claro. Hasta ahí se me mostraba Girona esta vez. Volví a la hostal y conversé con Laia un momento hasta que me sequé lo suficiente para continuar camino a la estación de trenes.


No hay como comer chocolate cuando ha llovido y mejor aún si vas mirando el paisaje bucólico de Cataluña desde la ventana del vagón, hipnotizado además por la Obertura Fantasía de Romeo y Julieta de Piotr Ilich Tchaikovsky en el I Pod.


En la estación de Sants me esperaba mi querida amiga Elena. La había conocido en Santiago, haciendo Biodanza en Pirque, a través de otra buena amiga en común, Valeria. Como pueden ver, entre amigos y amigos de amigos, se recorre el mundo. Elena conoció conmigo Santiago y Valparaíso, y yo aunque conocía Barcelona, pude volver a caminarla pero esta vez no de guiri (turista típico) sino con el relajo que da la buena compañía de esta vasca asilada en tierra de Bacallá (bacalao) y escalivadas (delicioso plato elaborado a base de berenjena y pimiento rojo y aliñado con sal, aceite de oliva y vinagre).


Esa noche cenamos en el Lolita, una estilosa cadena de restaurantes bastante buenos, unos exquisitos platillos a base de pescado y acompañados de otro buen vino. Al día siguiente después de una charla de horas caminamos por las Ramblas, almorzamos en el Ra, tras el Mercat de Sant Josep/ La Boquería. Recorrimos todo esa parte del centro de la ciudad apreciando sus plazas, iglesias y edificios, especialmente algunos Art Nouveau, mis favoritos. Y fiel a su naturaleza -ya lo dije que el viaje se estaba mostrando dulce- Elena me llevó al Papabubble una tienda donde hacían caramelos artesanales. Ahí en la carrer (calle) Ample nos deleitamos con el proceso, los colores y el sabor de las degustaciones de esas almohaditas de anís o las clásicas naranjitas, pero por sobre todo por el cariño con que amasaban esas golosinas esa pareja de chicos, él catalán, ella mexicana. De ahí caminamos de extremo a extremo, yo aburriendo a Elena con preguntas sobre cada detalle de la ciudad y el català, pasamos por el colegio de arquitectos, donde están esos diseños de Picasso que me gustan mucho, al frente de la Catedral, y llegamos a un café donde estaba María Rosa, la “madre” del grupo y también Lola, la otra “madre”. A la primera la había conocido en Santiago, de la misma manera que Elena, pero en otro momento. En esa oportunidad, recuerdo con gracia como junto a Vicky, Rosa, Jose y Chana disfrutaron de La Piojera y el Mesón Nerudiano, un contrapunto interesante de reconocer en un mismo día; del terremoto (vino blanco (pipeño) con helado de piña) y sus réplicas al vino tinto reserva; del cantor popular a la música de Georges Brassens interpretada por Eduardo Peralta; y desde la conversación encantadoramente absurda de un pescador iquiqueño borracho y de paso por Santiago al casi monólogo de Luis Vera, dueño del “Mesón”. Con Elena llegamos a ese café porque María Rosa y Lola, cual sacerdotisas, organizaban el rito de matrimonio de Joan un amigo de todas ellas. Fue un gusto compartir una entretenida conversación con esa gente querida al alero de una sorprendente cerveza Moritz. Joan me invitó la cerveza. Pero era muy temprano para volver a casa, de modo que invité a Elena a otra birra en la Rambla del Raval y así aprovechar de disfrutar esa estatua tan paranormalmente familiar para mí, “el gato de Botero”. Y por supuesto las cervezas por deliciosas que sean se suben a la cabeza, Elena me dijo, estoy medio piripi (emborrachada) así que comamos algo antes de irnos al piso, su casa. Y como no, fuimos por unos pintxos al Irati, una taverna vasca, excelentemente atendida por una chica catalana de cara, otra vez, muy dulce.


Al día siguiente cogimos la moto de Elena sin antes tratar de conseguir por medio Barcelona un casco que diera con mi cabeza. Una vez lograda la tarea y después de otro extenso desayuno- almuerzo bien conversado (Elena preparó una ensalada extraordinaria acompañado de un aderezo exquisito de aceite de oliva, aceto y miel), nos fuimos al Park Guell a disfrutar de la obra de Gaudí. De ahí en el Paseo de Gracia, seguí disfrutando de esa portentosa arquitectura, entramos a una librería y finalmente nos juntamos con unos amigos de Elena. Ellos eran Fer, una chilena arquitecto radicada allá, su marido catalán y su simpática hijita que balbuceaba un dialecto mitad castellano y mitad catalán. Me dio mucho gusto escuchar a este padre orgulloso de que gracias a la crisis le habían acortado un cuarto su jornada (y su sueldo) y con eso podía ir a la guardería por su hija y compartir toda la tarde con ella. Ellos nos invitaron unos ricos y dulces helados de tradición catalana.


La última noche sería una celebración como corresponde, comiendo, bebiendo y disfrutando de la vida con todas estas amigas en pleno. No había que buscar mucho, ellas decidieron por el Rosat’s, su lugar habitual de aquelarre y también se encargaron de pedir lo necesario: Vino blanco esta vez más jamón ibérico, patatas bravas, torradas de pan amb tomàquet, queso manchego, carpaccio de bacallá, sepia (parecido al pulpo) y una amanida (ensalada) catalana a base de un sofrito de garbanzos, espinaca, piñones y pasas. Junto con Jose, un hombre de una dulzura y simpatía extraordinaria, éramos los únicos varones compartiendo una mesa generosa de mujeres potentes y suaves a la vez, como el agua que sacia la sed y apaga el fuego pero que luce cristalina y se escurre entre los dedos. Todas ellas eran dos a la vez; María Rosa, la madre dulce y sensual a la vez, sabia por vocación; Rosa, intelectual, de voz profunda y femenina a la vez, delicada y elegante por naturaleza; Vicky (yo lo escribo así), también intelectual, encantadoramente cándida y perspicaz a la vez, amante silenciosa del placer. También estaban Lola y Olga, que recién las conocía pero que podría aventurar que ellas son una a la vez, y que la primera es cabeza y espíritu a la vez, y la segunda es víscera y mente a la vez. Por último Chana, chilena, pareja de Jose, con su sonrisa profunda de ojos sobrenaturales y terrenales a la vez; y mi querida Elena, más que una hermana y una mujer a la vez. Así fue esta mesa redonda de no-caballeros, mucho más que materia, el hogar desde su concepción calórica, el poder y el útero, cuerpo y espíritu, deseo y realización, hechos y potencial, belleza y sabiduría. Todo a la vez. Me sentí muy a resguardo en ese vientre femenino.


El último día habíamos programado con Elena ir a Sitges, un lovely pueblito catalán. El día estaba soleado, de hecho en la playa había más de alguna guapa tomando sol en topless. Caminamos por esas callejuelas, escuchamos en una de ellas una guitarra española excepcional, y me anestesié con ese Mediterráneo calmo y viejo. El resto fue conversar y comer. El almuerzo fue frente a la playa, con una buena cerveza degustamos tapas de anchoas, aceitunas, patatas bravas y pulpitos. Luego, más allá, un helado, y más allá, cerca de la calle del pecado, un buen café. Volvimos relativamente temprano, ya que había decidido volver a Girona y pasar la noche allá. Tenía el vuelo en la mañana y no quería pasar ninguna zozobra con algún eventual atraso del tren. Nos despedimos con Elena con un abrazo fundido de cariño y felicidad por haberse encontrado y compartir parte del camino.


Esa noche que parecía moriría temprano fue la rúbrica de oro de un viaje muy especial. Llegué a Girona al mismo albergue y me encontré con Laia nuevamente. A esa altura del partido y del día no quedaba otra que ir por algo de comida y una buena conversación. Pero antes, ya me lo había sugerido Miriam, la chica del avión, fuimos a pasear por las Fires de Sant Narcis. Quizás la más importante actividad de esa ciudad. Las plazas con stand de comidas y artesanías y el Parque de La Devesa con juegos y entretenciones del tipo desde “tiro al blanco” hasta “montañas rusas”. Pese a lo llamativo de todo eso finalmente decidimos ir a un lugar más tranquilo y, aunque nos tentamos con Le Bistrot, era la ocasión de probar otro lugar. Lapoma fue el destino (La manzana). Ahí como si nos conociéramos de la vida reímos, conversamos de todo-un-cuanto-hay y comimos delicioso: croquetes de ceps (setas); triangles de blat and brie (triángulos de maíz con queso brie y salsa de mango); y coca fresca de pasta de full amb bacallà fumat, toronja i vinagreta de romaní (una masa rellena de bacalao ahumado, naranja y vinagreta de romero). El turno de la cerveza fue para una Voll-Damn. Muy buen final.


Me dormí con la convicción de que en este viaje había consolidado una gran amistad, acrecentado otras y parido una nueva. Y antes de quedarme enredado entre los jirones de alguna figura “animalesca” de Gaudí, tomé el avión de regreso a este Londres oscuro y multipotencial, que es finalmente mi hogar dulce hogar.


Esta noche es Halloween y es solo un dato. En las calles angostas de Londres corren los buses con sus segundos pisos casi rozando los tempraneros adornos navideños. En el reporte de la BBC leo que la puesta de sol fue a las 4:36pm. Este sábado, tras una madrugada lluviosa, fue un día soleado. Y aunque me quedé en casa desde temprano, si es que así se le puede decir, disfrute del calor del día. Nuevamente tuve ganas de escribir, esta vez esta bitácora, pero ya no fue tan difícil hacerlo. Recordé a Floridor y sólo transcribí la poesía que experimenté en Cataluña. La poesía del comer, del beber, de apreciar la belleza de una ciudad, la arquitectura, su cultura, una lengua. La poesía de la mujer. Creí que mi mente estaba en mi cabeza y que la poesía que ebulle de ella la encontraba en mi pieza frente al computador. Pero mi mente abraza a través de los sentidos, y el mundo aunque lo sueñe y mi mente se haya expertizado en aquello, requiero vivirlo, sensual e impúdicamente, sólo así es posible escribirlo, sólo así es posible vivir. Vivo luego escribo. Escribo luego existo.