martes, 6 de abril de 2010

Notas de hibernación

Ha pasado el invierno. Bueno, en Londres es un decir, una convención. Los días siguen fríos, no ha parado de llover y aunque está oscureciendo cada vez más tarde, se ha generado una necesidad que no había experimentado antes. Y me pregunto, por qué ni los Tudor o algún otro monarca ofrecieron su reino por un poco de luz y calor. En mis mejores días pienso que hay dos posibilidades de apreciar este clima. Desde la impotencia de tener permanentemente días nublados y fríos, o desde la esperanza de recibir, cuando algo o alguien esté de ánimo, un momento de calor de un sol bastante tímido pero tan necesario al fin y al cabo. Qué básico puede llegar a ser nuestra necesidad. Qué atávica se vuelve la satisfacción ante la escasez. Hoy siento que hay cosas, como un rayo de sol en la cara, que puede hacerme el hombre más feliz de este mundo, y de otros también.

Hace mucho que no escribo en este lugar. He tomado sin embargo y como siempre, mis notas y uno que otro verso que se anima a nacer de vez en cuando. Por otro lado, tengo una lista de actividades que narrar: Mis paseos a los mercaditos del “otro London” como les llamo: Portobello market en Notting Hill, Borough market o Camden Lock. Mis cafecitos o cenas con Carmen y Max (entre ellas una vez con su adorable prima, otra con amigos de Francia, etc.) o las saliditas conversadas que tuvimos con Max cuando Carmen estaba en Chile. Las cenas iraní o etíope (por nombrar algunas) en restaurantes “baratos” que encuentro en mi guía Time out. La cena de navidad con la sociedad de hiking en un restaurante indio, con un cierre de jornada en un club donde Ryan, el líder circunspecto y correcto, terminó bailando breakdance y una mezcla de Michael Jackson y Juan Antonio Labra al centro de un ronda que le hicimos entre varios. La cena de navidad con los becarios chilenos y el juego del amigo secreto. Haber conocido en esa ocasión a Yasna con quien hemos ido construyendo una amistad tan necesaria como enriquecedora. Mis visitas al Tate Modern y mis tardes enteras en mi sala preferida con los surrealistas: the dream and the poetry. Salir del Tate a la hora más bella del día y ver el crepúsculo sobre el domo de la catedral de Saint Paul. Perder el vuelo a Belfast y la cena de año nuevo con mis amigos, y sentirse el idiota más grande que pisa la tierra y otras vaguedades. Mirar los fuegos artificiales del London Eye, de pie por horas en el Embankment a la orilla del Thames. Mis idas y fantasías en el gym, mis clases de yoga y las sesiones desabridas de biodanza. La complicidad de compañeros de clase, algunos chilenos, otros del mundo, organizándose mejor cuando se trata de las salidas al Mestizo u otro boliche de baile y jarana. Mi amistad con Emiliano y el esfuerzo de romper con los patrones de la amistad con otros hombres. Mi amistad con Louise, una inglesa de libro, de Liverpool, arquitecta, amiga de Vinay y que ha sido una buena compañera de viaje. Mis paseos por el día a las ciudades de Bath, Canterbury y Oxford, con Emiliano mi amigo mexicano y con Fabiola mi amiga peruana asentada en Chile desde hace mucho tiempo. Algunas fiestas en casa de Mauricio y Ozlem, o de Gaia donde fui DJ con sólo música de los ‘70. Mi lenta inserción en las fiestas con mis demasiado-jóvenes compañeros de Masters. Mi amistad con Laurita. Mis salidas (y entrada) con mis compañeras de italiano. Mis cafés frustrados con cualquier chica: todas piensan a priori que se trata de un date (cita).

También podría escribir sobre todo lo que me sucede cuando ando por las calles de Londres. Mirar a la gente todo el tiempo, cuando toman un bus y ríen nerviosos, ¿por qué la gente ríe cuando se suben a un bus en grupo? Sacarse los audífonos del Ipod y escuchar, aunque en tube (metro) eso es imposible. Nunca imaginé un lugar tan repleto de personas y que todas vayan en el más sepulcral de los silencios, todos leen, lo que sea, todos escuchan música o alguna cosa que los aísle. Ya no me llama tanto la atención la diversidad étnica como este metro inmutable… bueno, sí hay algo, pero eso ya se sabe, la más extraordinaria diversidad de belleza disponible. Y recuerdo a mi amigo Rivas y su sabia frase sobre la conveniencia de enamorarse de una mujer bella de cara más que de cuerpo. Y recuerdo el libro que tenemos pendiente con Johnny sobre la categorización de culos. Y recuerdo que estoy ahí en medio, que no es una película, y retorno a la más bien estática (que dinámica) del underground.

Pero esta vez no escribiré una crónica de cada uno de los hechos que he experimentado en esta hibernación de invierno londinense. Sólo transcribiré mis notas y algunos párrafos de conversaciones con amigos (pido excusas por el abuso de confianza). Había decidido no escribir más prosa, inclusive esta anti-bitácora, porque nunca ha aspirado a serlo pero por sobre todo porque de una u otra forma me obliga y me aprieta en mi escritura. Pero finalmente aquí estoy, compartiendo lo que me ha sucedido en ciertos instantes de los cuales circunstancialmente dejé registro. Hay otros momentos, como suspiros, que sólo se quedan perdidos en mi espacio vital, invisibles, y que de a poco son arrastrados a la desmemoria por el viento como el agua, inexorablemente pero con un destino inmenso como mar.

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Querida, son las 4:13pm y el sol ya se puso hace más de 20 minutos. Queda sólo la luz proyectada en la esfera celeste de un sol que ya se fue hacia otras latitudes. No está nevado, porque anteayer llovió y se llevó la nieve acumulada, sin embargo, pese al frío, está muy agradable. Hay una claridad muy apropiada para los días que se celebran.

Aquí todos festejan el 25 (no el 24 en la noche) por lo que hoy la gente no está en las calles, tampoco hay transporte público. Todo está en silencio, todo está en paz. Mis housemates están con sus familias en sus respectivos pueblos. Yo estoy solo, pero me siento en una extraña situación, como si fuera un espectador de lo que sucede allá afuera, o allá adentro de esos hogares, de esos corazones que se abren y se acompasan colectivamente en un tono de bondad y felicidad. Todos hacen fuerza por sentirse mejor, al menos en un día como hoy.

Yo la pasé con gente desconocida pero amables, probablemente algunos de ellos serán mis amigos más adelante, quién sabe. Cenamos y conversamos trivialidades unas más interesantes que otras. Finalmente los invitados tuvieron que marcharse antes de las 12 ya que el transporte público dejaba de funcionar por ser un feriado respetado por todos. Así que estuve solo a las 12, o conmigo, pero mirando fotos de mi familia, amigos y de mí mismo. Me gustan mis fotos. Hay tanto por ver en ellas. Son pequeños retratos de Dorian Gray donde puedo detectar las marcas del que era en los días que fui retratado.

Es increíble como la Navidad puede -porque no es siempre- generar un espíritu colectivo de reencuentro, apertura y bondad. Cada vez aprecio más esa posibilidad. Cada uno en consecuencia es capaz de conectarse en esa vibración ¿Por qué es tan difícil entonces?

Yo deseo que la felicidad llegue natural y leve, que se deposite sutilmente sobre la gente que amo como una pluma aterrizando desde un cielo más alto que el conocido.

Me gustan estos ritos. Me gusta que los niños -y los adultos también-disfruten la Navidad con el ansia que todo niño merece vivirla.

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No sé muy bien como estoy amigo mío. Yo creo que estoy bien porque estoy en un estado de permanente expectación y asombrándome a diario de las diversas cosas que van sucediendo, adentro y afuera. Me gusta estar en esta situación de aprendizaje. De estudiante, en lo formal, pero mucho más de aprendiz, desde lo profundo. Yo también he cambiado mucho, y una de las características que quizás mejor lo expresa es la capacidad de aceptar esta nueva persona, tallada de manera irreversible. Aprender a decir ¿por qué no? Y vérselas con las preguntas que vienen como olas. ¿Y por qué no quedarme más tiempo? ¿Y por qué no estudiar literatura? ¿Y por qué no renunciar a la "carrera" y estudiar lo que me produce placer desde que tenía uso de emoción? He redescubierto la filosofía y me tiene atrapado, desde la ética que como desasosiego esencial se me aparece como urgencia para mí y el mundo que quiero construir. O la propia literatura ya mencionada con su particular manera de decir todo lo necesario para vivir. Y de verdad querido, así como extraño muchas cosas de Chile o de mi vida por allá, hay un sinnúmero de cosas que aquí me apasionan y que he descubierto o reencontrado que me seducen fuertemente. De Chile extraño la cotidianeidad de mis días plácidos. Las conversaciones, las comidas, los cafés con amigos. También mis lugares, mis cielos, mis calles, mis rutas, y digo "mis" no desde la posesión sino desde la tremenda pertenencia que siento hacia ciertas cosas, que van más allá de Chile, o de la familia, que es lo que normalmente extraña el resto de la gente. Me he entregado al destino y su sabiduría. No sé bien entonces qué viene para mí.

Me quedo reflexionando sobre la conciencia de ese cambio, y que estoy seguro, en algunos casos, no soporta el estadio antiguo. Intuyo que lo complejo de cambiar y de asumir ese cambio no sólo radica en nuestra propia aceptación sino también en el nuevo trato que se debe hacer con nuestro pasado y presente, y que involucra gente, dinámicas, costumbres, ritos. Mi aproximación es que no cuesta tanto desligarse de aquellos escenarios donde ya no nos sentimos cómodos y el costo emocional es bajo o nulo. Pero, por el otro lado, en aquellos otros que sí hay costo, la amalgama frente a ellos es el verdadero amor que allí yace (sino -creo- no sentiríamos ese eventual costo). Es una posibilidad. Las relaciones también deben madurar. El relacionarse con los amigos, por ejemplo, no puede ser sobre la base de cómo lo hacíamos en el colegio, en la universidad, o en una época determinada. Creo que siempre es el resultado del compromiso como base de aquella relación y que permite flexibilizarnos, escucharnos, adaptarnos y aceptarnos en nuestra evolución. A veces uno podría pensar que el no compartir lugares comunes tiende a separarnos pero creo que desde el pacto de amistad sincero y valiente -una vez más- surge la posibilidad de aprovechar aquellos espacios que sí compartimos, aunque sean pocos. Incluso puede no haber espacio, pero la amistad verdadera no tiene tiempo y permanecerá viva pese a la distancia física, de credos, de actividades, o lo que sea.

Sí, eso es lo que quiero. Si alguna vez soy reconocido, sólo me gustaría que fuera como poeta. El resto es bienvenido pero no es esencial, ni siquiera importante. No sé si quiero volver a Chile, me refiero a vivir todo el tiempo allí, a veces me gustaría y otras no. En este momento no lo sé. Y sobre la gente, menos lo sé. Me aburren, no tengo paciencia. Alguien medio en broma una vez me dijo que yo era como en el despotismo ilustrado: todo para el pueblo pero sin el pueblo. Creo que es cierto. Hoy más que nunca me he enamorado profundamente de la discusión ética, esa que se basa esencialmente en el status moral de los seres, pero basta que esté más de una temporada en un grupo humano para aburrirme. Eso no lo termino por entender. Por otra parte, ya no me interesa tener un cargo, una posición exitosa, ni siquiera el dulce reconocimiento de hacer bien las cosas en el trabajo. Hasta ese punto ha llegado mi desprendimiento. Primero fue desafectarse del poder, lo he tenido y he podido aspirar a mucho más; y hoy veo el triste espectáculo de como amigos, pares y conocidos muestran sus miserias en épocas difíciles para Chile y su futuro. Nadie quiere perder influencia, menos sus trabajos, y a mí no sólo me interesa nada la posición por la cual textualmente algunos están dispuestos a matar, sino además cualquier cargo que pueda imaginar me hace bostezar instantáneamente. Si viniera alguien y me dijera: te pago la misma –escuálida- beca que hoy tengo para que te dediques a estudiar, leer y escribir. Firmo inmediatamente. Hasta renunciaría a la vida cómoda que tenía en Chile y que muchas veces extraño desde mi vida sencilla aquí en Londres.

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Murió la madre de mi amigo
Y aunque tengo la certeza
- esa que el dolor enseña -
que no sé bien de lo que hablo
también lloro su partida

Como no sentirla si compartimos la misma piel, desde aquel tiempo, cuando éramos niños, sin mucha conciencia de sí mismo, hasta que un día decidimos entrelazar vidas.

¡Créeme que tu herida
a mí también me duele!

Ese tan parecido a mi compañero de clase y otras lecciones, cuando éramos hermosos, cantábamos a dos voces la paradojal canción para mi muerte, en la banda de vida, los Lyner.

Tengo un dolor –creo que sí-
de aquellos que se es cierto sufrir
que no sé bien que es lo que duele
pero mi llanto es inespecífico
expía mis tristezas acumuladas

Era tan simple vivir la eterna vida. Para reunirse bastaba acordar la mitad del camino. No importaba ese desierto abismal entre nuestras casas. Ese terreno baldío que ahora es una multitienda y un condominio completamente amurallado. En esos días, el calor aplastante del verano, lo volvíamos verde y fresco de risas, de canciones e historias que contar.

Y miro el teléfono, el correo, miro lejos. Tengo un miedo profundo. A nada ni nadie que me asesine, no, no es mucho lo que pierdo muriendo. Tengo miedo a lo que duele en vida.

¿Dónde está mi victoria? Me gustaría preguntarle a Floridor. La recompensa allá fuera de este calabozo. Cómo sabía él de ella y de su espera.

Murió la madre de mi amigo
Y aunque tengo la certeza
- esa que se conoce con el dolor -
Que no sé bien de lo que hablo
También lloro a mi madre

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He cumplido el nivel básico de un curso de italiano. El francés ha quedado pospuesto para más adelante. Disfruto mucho más el italiano, por ahora, y aunque mucho menos de lo que yo pensaba, se me ha hecho un poco más sencillo como hispanohablante. Y aunque hubo opiniones, de esos hombres razonables que tienen el mundo como está, que debiera seguir estudiando inglés para mejorarlo, hice caso omiso de ello y me embarqué en el estudio de esta lengua. El primer trimestre había hecho un curso de inglés sin embargo, pero una vez realizada mi evaluación, concluí que no fue mucho lo que me aportó. Bueno, salvo reírme en silencio de mi profesor, que era un Hugh Grant venido a menos, muy simpático, de sonrisa leve, un dandi de punta a cabo, vestido siempre en combinación café y rosado y que hablaba en voz tan baja que me costaba mucho escucharle. Pero en él prevalecía el canon inglés que mandata a los caballeros el control del volumen, entre otras cosas que suelen desamarrar en el pub.

Así que me inscribí en el Instituto Italiano de Cultura. Y mi experiencia auditiva cambió. A las dos profesoras que tengo siempre les escucho. Me entretiene su carácter. Prefiero un buen tono, sin miedo, sin precaución pero es palabra y gesto auténtico y directo.

En una de las clases iniciales, la profesora preguntó a cada uno de nosotros porque queríamos aprender italiano, unos dijeron “por trabajo”, otros “por placer”, hasta que llegó mi turno, no sabía que decir ¿era por belleza? sí, ¿por placer? también, pero no sé porque dije: por amor. La profesora inclinó la cabeza hacia un lado, como lo hacen los perros cuando ponen cara de pregunta, esperaba sin duda una breve fundamentación a tal respuesta. Ahí, un poco más consciente de mis dichos, simplemente señalé: para mi futuro amor.

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El sábado pasado en la mañana, dormía aún hasta que la alarma de mensaje de texto a mi celular sonó como una lápida. Era Louise, mi amiga inglesa, que me alertaba de las malas nuevas en Chile. Hasta ahora que sólo recién supe de mis seres queridos, que sólo recibo basura de la televisión chilena, descoordinación en las autoridades y una serie de oportunistas intentando ganar a expensas de un Chile anestesiado, experimento como mi boca se empieza a sellar, es un knock out en cámara lenta. Me apuro, me desdoblo e intento escribir estas palabras…

Queda en evidencia que Chile era una carcaza. Se caen las paredes, la tecnología, la soberbia, las supercarreteras y adentro no hay nada, está vacío, se murió el alma. Chile es un país sin alma. Tan distinto a como dicen que era y tan distinto a lo que aspira a ser.

La muerte de tío Mario es un garrotazo. Lo quise mucho. Hubo un tiempo cuando los encuentros con mi padre estaban extraviados, donde él estuvo muy presente, como amigo y ocupando un espacio específico que necesitaba. Me siento afortunado de haberlo tenido como tío, cercano en épocas difíciles, buena onda, mas lejano en otros tiempos, pero sólo desde lo físico, ya que sabía que era incondicional en cuanto lo necesitara. Quizás así será de ahora en adelante, en su ausencia física. Pero estos malos días han sido de mucha comunicación con su recuerdo. He agradecido y también he sentido su partida, creo que es bueno no dejar de hacerlo.

A su familia, que es la mía, aunque en nuestra dinámica a veces es sólo un dato, le deseo que el recuerdo de un hombre, imperfecto, buena persona y querendón, alegre y simpático, llene ese vacío que nos deja. Bueno ese hombre que el destino quiso que fuera uno de mis tíos preferidos, ese hombre que fue padre.

Al mío, le deseo descanso y un llanto reparador. Fue un dolor accesorio pensar en que tuvo una vez más que asumir el rol de soportar la estantería. Ver a su madre sufrir por la pérdida de un hijo, ver a su hermano tendido sin vida en una cama pública pero higiénica, y la condena perpetua de repasar todo lo no dicho, lo pendiente, en esa vida compartida, arrebatada de un momento a otro.

Días después, al igual que medio Chile, estoy apagado.

Recuerdo los versos de un poema mortinato de mi autoría:

“¿Por qué tendremos que necesitar seguir? Y no sea una decisión trivial detenerse. Salirse del juego, pedir minuto ¿puedo pedir tiempo?”

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Voy al revés de los mortales
(lo que no asegura vida eterna)
mientras más viejo estoy
más cuestiono cosas fundamentales
pero no sólo por ejercicio
sino por el sueño de que cambien

Voy al revés de los mortales
Mientras más viejo
Más incómodo
Más insatisfecho
Más pelucón
Más revolucionario

Aunque muera en la guerrilla
a manos de mis propios compañeros

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No tuve vacaciones para las fiestas de fin de año. Así que decidí tomármelas en medio del segundo term. Y el destino no podía ser sino Andalucía, España. Siguiendo los consejos de Juan y Elena, partí en Jerez de la Frontera. ¿La frontera? ¿Sólo religiosa? Fue una felicidad tan palpable aterrizar en ese suelo y sentir, al bajar del avión, un olor distinto, una mezcla de brisa de mar, palma y pueblo. Estuve en Tío Pepe, donde hacen el famoso Jerez o Cherry. Ahí empezó todo, mi idilio con el Pedro Ximenez (puede ser Canasta también, pero es mucho menor). Nunca pensé disfrutar a tal punto el vino dulce, bien frío y con alguna tapa. Y aunque la lluvia me pilló desprevenido, recorrí por el día una ciudad que me pareció mucho más de lo que esperaba: plazas, calles y edificios maravillosos de influencia árabe. Pero el mercado de abastos me tocó, cómo recordé mis tiempos de niño, cuando iba con mi madre por las compras y tenía esa indestructible seguridad de ir con ella. En España se fuma en los cafés, pero un cortadito bien vale la pena como break para continuar con la lectura de la joyita que encontré en la biblioteca de UCL: Los poetas comunicantes de Mario Benedetti. Un libro con entrevistas a Roque Dalton, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Idea Vilariño, Fernández Retamar y Eliseo Diego, Ernesto Cardenal, Adoum, Gutiérrez y el impresionante Gelman. Me conmueve como hablan de la Revolución en el año 71, mi año, especialmente porque sé, como una trampa, lo que ha sucedido después, con ellos y conmigo mismo.

Luego, lamentablemente saqué boleto directo a Sevilla, pero ya había algo que me hizo intuir sacarlo desde Cádiz (que está en sentido contrario a Sevilla), y estar así al menos unos minutos en otra ciudad al lado del mar. Bueno, resultaba que se celebraba ese fin de semana el famoso carnaval de Cádiz. Como digo, no pude quedarme pero pude apreciar lo importante y entretenido que es. Llegué a Sevilla, lloviendo, pero con ganas de hacerla mía. Me alojé en el barrio Triana, al otro lado del Guadalquivir. Creo haberla recorrido bastante, el Alcázar me pareció fantástico y tan barato (no así la catedral que cobraba lo que sus fieles no pagan). Debo haber caminado por las callejuelas del barrio Santa Cruz al menos unas dos veces por cada una; el solo hecho de ir por calles con nombres tan sugerentes como Aire, Agua o Triunfo era un placer en sí mismo. Las casas blancas (incluida la de Velásquez), los balcones (incluido el del Barbero), los museos, las iglesias y todo ese arte universal (aunque quieran monopolizarlo). Pero sin duda, de lo que me enamoré con una efectividad intravenosa fue de un lugar donde hacían flamenco, muy auténtico, nada muy producido, llamado La Carbonería (Levíes 18). Ahí me tuvieron las tres noches que estuve en Sevilla. Pero si debo ser específicamente honesto, más allá de los refrescantes y baratos tintos de verano, y el carácter especial de los cantores, lo que asestó mi corazón promiscuo fue esa bailaora, una rubia con poca pinta española, más bien de rusa o de Europa del este, pero que no era una persona cuando bailaba, no sé muy bien lo que era, pero “eso”, desaparecía una vez que terminaba el show. Con ella acabé un poema que había empezado con otra bailaora en el museo del Flamenco, pero que no había alcanzado a terminar. Así es no más la reivindicación de la serpiente. Una mención especial merece el club “Lo nuestro” donde al final de la jornada siempre había un espacio para ver y escuchar sevillanas.

Luego estuve en Córdoba. Impresionante toda la historia y la cultura que hay ahí de manera compacta. Comí muy rico, probé lo que más pude de la fama de su cocina, y encontré buena vida bohemia: un bar restaurant llamado El Sótano en la hermosa plaza de Las Correderas, donde mientras comía, vi como grupos de intelectuales se reúnen a fumar, beber y hablar de trivialidades con una profundidad envidiable; o la Taberna Salinas, más clásico, muy bien atendido y con especialidades como el salmorejo cordobés; y finalmente un Jazz Café donde coincidí con una fabulosa y entretenida jam session. Entré a casi todos los museos, descubrí la maravillosa pintura de Julio Romero de Torres, estuve en Medinat al-Zahra, la espectacular Mezquita y el Alcázar de los reyes, por nombrar algunos.

Finalmente me fui a Granada en bus, y fue la mejor decisión. Recorrer esos pueblitos blancos, con castillos en los cerros fue alucinante. Una vez en Granada también recorrí todo, hasta el monasterio de los cartujos y sus macabras pinturas. Y por supuesto me emocioné con la Alhambra y todos lo barrios aledaños. Fui al Flamenco del Albayzín pero aunque fue muy especial estar en esas cuevas gitanas, el show fue demasiado turístico para mí, eso me decepcionó un poco. Comí muchas tapas gratis, sí, en Granada son gratis. Fui a entrevistarme con los profesores de literatura en la Universidad e hice algunos amigos de viaje. Lo pasé muy bien en la hostal que me quedé. Había una energía que facilitaba la amistad, creo que mucho se debía a Asia, la chica que administra el local, búlgara y emparejada con un argentino, y con quien hasta hoy mantenemos correspondencia. Antes de marcharme aproveché una librería especializada en poesía y con buenos precios para comprar poemarios de Ángel González y Benjamín Prado. Hoy acompañan mi desvelo.

El último día en España lo pasé en Málaga donde tomé mi vuelo de regreso. Fue el único día soleado (me topé con unos de los peores temporales de España, con desborde de ríos incluido) y pude apreciar una ciudad de belleza menor pero igualmente agradable. Fue bonito estar acompañado durante todo ese día por una chilena, que conocí en Jerez, el día 1, esperando el bus desde el aeropuerto a la ciudad, y que en un gesto generoso me ofreció reunirnos en Málaga cuando terminara mi viaje. Fue un cierre de círculo.

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Por fin conocí a Nadja y sí, es surreal. Ésta es eslovena. Estaba como un fantasma en la hostal de Granada donde alojé, compartíamos el mismo cuarto. Nunca quería salir con los otros que improvisadamente armaron un grupo del cual participé cada noche. Era silenciosa y siempre me la encontraba frente a su laptop, incluso cuando llegaba tarde después del tour de tapas. Yo la saludé desde un principio. Me llamaba la atención aunque no es de ese tipo de chicas. Un día le dije que me acompañara a tomar una cerveza. Me di cuenta que hablaba un castellano suficiente. Me dijo simplemente: vamos. Caminamos como lo hacen los amigos o quienes no tienen apuro. Ya en la cantina hablamos de cada uno, quizás un poco más influenciados por los cánones, sin embargo, con ella era imposible caer en banalidades. Eso me tenía impresionado. No hablaba perfecto castellano, muchas veces debía explicarse mejor en inglés. Pero nada de eso importaba, porque sus comentarios eran asertivos, profundos, y lo mejor de todo, eran ventanas. A través de ellas se podía ver hasta lo invisible (parafraseo un fragmento de Kundera que ella me envió).

No supe que se llamaba Nadja hasta que con no poco pudor le pedí su email. Algo me recorrió entero al saber que estaba frente a la musa de Breton.

Una vez en Londres las conversaciones han sido muchas. No hablamos de lo que hacemos, de hechos o circunstancias. Ella sólo me envía su música y yo la mía. Comentamos películas que pocos ven. Una vez le envié de regalo un tema instrumental y me respondió con versos. Otra vez hablamos de La Casualidad, y yo le dije que para mí era algo que iba más allá de una explicación física. Que me gustaba pensar que había otras fuerzas operando. Y no me refería a fuerzas divinas o sobrenaturales, sino a ciertos manejos, quizás acuerdos, inconscientes (o no tanto) con el destino, con uno mismo, y que hacen que situaciones inesperadas parezcan como tales pero no son sino un deseo superior, una conexión más profunda que la conocida.

También me preguntó si escribía para una audiencia. Yo le respondí que lo hacía por mí, o mejor dicho, como algo natural, esencial. Era para mí un conjunto de registros de cómo la vida me atraviesa. Soy una suerte de filtro vital, le dije. Sin embargo –agregué- me gustaría mucho que la gente me leyera y que, cómo ha sido hasta hoy con los pocos que lo han hecho, quienes me lean, se sientan tocados más allá del intelecto.

Así y sin darme cuenta. Despierto -o abro los ojos- y digo con una voz de río revuelto: Nadja inspira mi poética. Es ella una vez más.

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Conclusión: existe una diferencia entre la nostalgia cuando se produce a partir de algo que no volverá: la niñez, la juventud, quizás alguien, el amor perdido, la muerte; y la que se deja caer como una guillotina sobre el pecho vivo, esa nostalgia impotente sobre algo que se extraña con la posibilidad cierta de ser recuperado, quizás alguien, pero que no hay nada ni nadie que dé el más mínimo indicio, menos una certeza, de que así suceda.

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Archway station, mi estación de tube cierra todos los días de semana a las 10pm por reparaciones y mejoramientos técnicos. Tengo que tomar un bus de acercamiento. El 390 o el 134, me sirven desde Kentish Town, la estación más cercana donde me bajo después de las 10. Caminando hacia la esquina me doy cuenta que el bus está en el semáforo y que debo correr hacia el paradero que está cruzando la calle a mitad de cuadra. La verdad es que no es necesario correr mucho dada la extrema lentitud de los buses en Londres. Al igual que yo, una marea de gente corre a esa hora de la noche, cerca de las 12 de un día viernes que ha seguido de largo desde los quehaceres de cada uno. La calle está húmeda por la llovizna y sucia de bolsas, cajas de kebab y otras comidas rápidas. Entre los que corren va un hombre mayor, probablemente un homeless, medio vestido de mujer y muy pintado, nadie lo mira. Llego al paradero y el bus sigue tomando pasajeros. Subo, me toca el turno de pasar mi tarjeta Oyster de pago por el lector, pero no es necesario, hay un papel pegado sobre él que dice: sorry, pero no está funcionando. Pasamos, todos suben, el bus está más lleno que de costumbre, el segundo piso está completo por lo que aunque las condiciones de la mayoría no dan para hacer el “cuatro”, todos respetan la prohibición de ir de pie en el segundo piso. El primero entonces va atestado. Intento avanzar entre la gente, la mayoría jóvenes que vienen de vuelta. Una parte de ellos muy borrachos, la otra celebrando la borrachera de esos otros, otro tanto absolutamente imperturbable ante el ambiente, y también hay gente triste que se mira hacia adentro desde el reflejo del vidrio.

Comienzo a observar el panorama. Un hombre gordo, de barba muy larga, teje lo que aparentemente es una bufanda, hay otro hombre más atlético, de gorro de lana y traje impermeable con un perro boxer, ambos sentados en los asientos para personas discapacitadas. Va una madre con su bebé en el coche, ella lee uno de los periódicos gratuitos. Unos pakistaníes hablan en voz baja y unas chicas, muy rubias, de extrema mini falda, tacones de 10 cm, medias caladas y un escote que ya perdió su naturaleza de tal, hablan con estrépito y se ríen de uno de los borrachos, de acento escocés, que anuncia a viva voz antes de cada parada: “next stop Edimburgh (lo pronuncian édimbro). Me bajo del bus en Archway, varios caminamos, o intentamos hacerlo contra el viento fortísimo de Holloway Road, una suerte de corredor de viento desde la colina del Hampstead. A la media cuadra hay un auto detenido, aparentemente chocado. En realidad, el hombre, un negro de unos 30 y tantos, intentando girar en U se había subido a un montículo de una de las esquinas de la vereda. Había agrupado a unos 4 transeúntes, luego me sumó a mí, para ayudarle a levantar el auto de modo de desengancharlo de ese montículo que ya le rompió parte de la máscara del vehículo. Todos, incluido yo veníamos en una condición desmejorada para semejante maniobra, sin embargo, el hombre estaba desesperado. Entre todos ni siquiera logramos mover esa tremenda máquina, algo así como un Hammer dirían los expertos. En eso, la gente que por ahí transita preguntan qué pasa, en todos los casos, sin excepción, uno de ellos cuenta la historia agregándole en cada ocasión algún detalle que probablemente no existió pero que el hombre negro omite en aclarar dada su preocupación. Pasa uno más, apurando el tranco porque empieza a lloviznar, y dice en voz alta: créeme, no eres el primero. Todos ríen, menos el negro, evidentemente. El que comentaba decide plantearle en perfecto estilo british algo así: me permito sugerirle que visto los intentos realizados, y que no se trata de un problema de voluntad, ud. puede ver que seguimos aquí y lo podríamos intentar una y otra vez, al parecer el problema es de fuerza mayor, quizás ud. necesitaría otro tipo de ayuda, alguien con más recursos, alguna grúa, probablemente debiera llamar a la ley… antes de mencionar la última palabra había sido tal vez un poco extenso, polite, pero definitivamente muy convincente. Pero terminada la última frase, uno de los que se había sumado después, un joven y su novia de nos más de 15, una mezcla entre punk y emo, suelta una carcajada tan espontánea como explosiva, grita con mofa “the laaaaaw”, fue como un “corten” en la toma de una película, que todos en ese momento seguimos nuestro camino, bajando por Holloway Road, comentando lo sucedido, un par de ellos se adelantó, y unos metros más allá se abrazaron riendo hasta entrar al único pub (irlandés) que está abierto hasta esa hora. Yo crucé la calle, no quería que me hablaran, miro a Keira Knightley y a Penélope Cruz en unos paraderos de buses, casi en la esquina de mi casa una mujer de pelo rosado, tambaleándose de un lado a otro busca infructuosamente las llaves de su casa en su cartera gigante. Su pareja, vestido de impecable terno y corbata, la mira desesperanzadamente. Sigo mi camino, no sé si sonreír o qué. No sé qué cara habré tenido. No sé cómo me veía, qué aspecto tenía. Quién era. Sólo subí a mi cuarto y antes de dormir decido escribir esto.

No fueron más de 15 minutos de una estación hasta mi casa. Y todos, incluido yo, somos parte de esta jungla de freaks y adefesios, parte de la excreción de esta glándula occidental donde se me ocurrió estudiar.

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Hace varios meses que me inscribí en un servicio llamado Host. Yo debo estar disponible para pagar un viaje a cualquier punto de UK y ellos me ubican, de acuerdo a las preferencias que meticulosamente indagan, en una familia que me recibe por un tiempo definido, que suele ser un fin de semana. A mi me tocó ir a la casa de Antonia, o Toni, una señora soltera a sus casi 70 años, profesora de música, que recibe estudiantes bajo este sistema hace casi 40 años. Lo hace unas cuatro veces en el año con el propósito de ser una casa de familia para quienes estamos lejos de las nuestras. Esta vez fui elegido yo y Rafi, un musulmán de Bahrein, muy formal pero muy agradable y amistoso. Después de un viaje en tren de antología, por bosques, praderas y costa de UK, llegué al pueblito de Par, ubicado en la provincia de Cornwall, extremo suroeste de la isla. El lugar es precioso y Toni, en un Peugeot de los 80 muy destartalado, se encargó de mostrárnoslos muy bien. Estuvimos en las costas del canal inglés por un lado (Fowey) y del mar céltico por el otro lado (Newquay), fuimos a un pub del siglo 12 donde hubo un tipo que se enfureció porque tomé unas fotos al bar donde estaba bebiendo. Estuvimos en unos acantilados espectaculares. Fuimos a Truro y estuvimos en un museo mirando documentación del 1840 que indicaban que los ingleses que llegaron a Valparaíso y a Chile por el tema minero provenían de esa zona (ella lo había preparado todo con su amiga Angela, la bibliotecaria). Comimos un tradicional Cornish Pasty. Una noche nos llevó a un concierto de un coro anglicano, bellísimo, hasta canté una canción junto al coro como en las películas siguiendo un himnario perfectamente encuadernado. En un break hicieron una rifa donde Rafi ganó una botella de vino y yo un conjunto de perfumes y agua de colonia. Otro día fuimos a un pueblo de pescadores (Mevagissey) y tomamos té con la profesora del pueblo. El último día hicimos una cena, 2/3 árabe y el resto chilena, que compartimos con sus amigos.

Pero no me cabe duda que lo fabuloso de esta experiencia va más allá. Tiene que ver con la exultante convivencia con Toni (y también Rafi). Ella vive en una casa de más de 200 años, de no más de 190 cm de altura, muy pequeña pero con mucho de la implementación original. No le gusta la tecnología, sólo usa una radio y el teléfono, y su orgullo es la grabadora telefónica. La casa está tapizada con cosas antiguas, que se han ido acumulando de generación en generación, retratos de sus antepasados, muchos mapas (le encantan), guitarras, flautas y dos pianos, y el resto, sin contar unas cuantas arañas secas, son estantes con libros cuidadosamente clasificados. No usa Internet pero ante cualquier pregunta de nuestras nutridas conversaciones, ella traía tres o cuatro libros como referencia. Hablamos sobre lo que se dice no se debe hablar, especialmente religión. Hablamos de las peregrinaciones de los santos, de Enrique VIII, Elizabeth I y hasta del Rey Arturo. De poesía no mucho, sabía menos, pero sí adoraba a Wilde tal como yo. Yo le llevé de obsequio los 20 poemas de amor de Neruda (en inglés y castellano (no había otra cosa)) y los Detectives Salvajes de Bolaño (en inglés). Pero le gustaba más la historia y la religión. Tomábamos el té al estilo inglés todas las tardes, con alguna galleta o dulce típico. Nos indicó que la leche se sirve primero y muy poco, luego el té, de tetera por supuesto, nada eléctrico. Yo la observaba de cerca, sus gestos, su perfecto inglés, su energía, sus sueños, su juventud. Me recordó por sus gestos en ciertos pasajes a mi madre y a una tía que vive en el campo en la Serena al norte de Chile. Esa ansiedad por decir, eso de mirar por la ventana, en lontananza, como buscando alguna información que está más adentro que afuera, tomarse las comisuras de los labios y seguir hablando, ir de un tema a otro, irse por las ramas, mencionar que un cuervo se posó en la camelia del jardín, pasar luego las manos por la mesa, buscando residuos o migas de pan, sus muletillas: anyway, ooops, y la más adorable: oh gosh! ante cualquier evento que le pareciera fantástico o interesante. Con sus amigas se mostraba jovial, al parecer tenía fama de impuntual, y ella les respondía burlonamente: never mind.


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Lo cierto es que he empezado a resentir la soledad. No la presencia de gente, sino la ausencia de personas fundamentales. Algunos que conozco y otros que no existen aún en mi vida. Mi entorno me es tan ajeno, y no hablo de la ciudad, sino de la gente y sus búsquedas. Qué extraños son. Me cuesta encontrar contención o un par con quién pasar los días. Por otro lado, el no saber bien qué sigue, que va más allá de la incertidumbre, a la que no temo, me tiene paralizado. Eso se ha acrecentado con un Chile que no quiero y que por las razones circunstanciales que sabemos se me ha aparecido como fantasma todo el tiempo.

Es como no tener lugar ni destino. Creo que no es Londres ni la ciencia política o la gestión pública. No sé si es en España donde me aceptaron en un doctorado en Literatura. Pero tampoco sé si es Chile la próxima estación. No me siento cómodo allá. No me gustan los chilenos y su farándula, su vacuidad y falsedad, ese arribismo insoportable y esa manera pragmática (alabada y aceptada) de ver la vida.

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Sucede que ando melancólico, no sé por qué, suelo ser así, no debiera sorprenderme, pero a veces cuando uno está en la sopa, como yo le llamo, aunque tenga la conciencia de estar ahí, es difícil salir, y como buena sopa, la cuchareo una y otra vez, sin acabarla...

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Para semana santa o Easter por estos lados. Toda la gente toma vacaciones y visita sus familias. En mi caso no fue distinto. Mis housemates partieron y yo recibí a mi amigo Johnny. Conversación como siempre, bares y clubes, una lovely tarde con amigos el domingo, una que otra galería. Mucha desconexión, dispersión y evasión. La necesitaba. Una noche fuimos al que dicen es el club con mejor sonido de todo Europa. Se llama Ministry of Sound. Un amigo de Johnny, David, tenía invitaciones VIP para escuchar a un DJ llamado James Zabiela. No me gusta la música electrónica o como le llamen, sin embargo, el sonido hacía vibrar mi cabello, la ropa y hasta retumbar mi pecho. Le dije a Johnny, buscando su anuencia, si sería posible que el corazón se acompasara con un ritmo de tal envergadura y poderío. Sería un excelente tratamiento. Me miró escéptico.

El jueves llega Elena de visita. Debo hacer un par de ensayos, un diseño de investigación y estudiar para tres exámenes. Aún no hago nada. Estoy en la luna, una vez más.

(un Salieri para esta nota, aquí)